El gobierno de Luis Lacalle Pou estaba convencido de que Uruguay había sido tocado por la varita y que por eso, sólo por eso, porque oficialmente se dispuso poco más que nada, el coronavirus se estaba yendo solito. Le erró, hay muchas cosas, como una pandemia, que no las tuerce el marketing. Así fue que reapareció el Covid-19 en Treinta y Tres, en el este, uno de los cinco departamentos de frontera seca con Brasil. Treinta y Tres había padecido un brote a principios de mayo, cuando ingresaron obreros brasileños para trabajar en una cementera. En estos días, Artigas y Rivera, en el norte, también viven su doloroso capítulo, coletazo de las políticas genocidas de Jair Bolsonaro del otro lado de la frontera.

Tan convencido estaba Lacalle de que estaba terminando todo, que hasta se hablaba de la reapertura de fronteras con Argentina: desde las terminales de Buenos Aires y los puentes de Entre Ríos –con diferente dimensión dos bastiones del coronavirus– transita el grueso de los viajeros en ambas direcciones. Se sorprendió, se tomó un helicóptero y viajó a Treinta y Tres. Fueron con él el ministro de Defensa, Javier García, y el comandante en jefe del ejército, general Carlos Fragossi. García, vale como anécdota, volvió contagiado a Montevideo.

Lacalle evaluó que pronto, como en mayo, pasaría el mal momento. Mandó desinfectar tres escuelas y suspender las clases por un día. A los tres días el nuevo brote se desmadró y las autoridades encargadas de la educación dictaron el cierre de todas las escuelas primarias y secundarias, urbanas y rurales. Reaccionó como si se tratara de un juego: “Es una pena, yo pensaba ponerle fin a la emergencia, pero deberemos retroceder algunos casilleros”. Interpelado por Mario Vargas Llosa en un encuentro virtual de su Fundación Internacional para la Libertad, Lacalle les dio forma definitiva a sus ideas: “La verdad –dijo– es que esto fue un golpe duro para mí, porque veníamos bárbaro”.

Hay alguna información que el presidente Lacalle, o alguien de su equipo, debería evaluar: en Brasil, como en EE UU, la industria frigorífica es la actividad económica donde mejor anidó el coronavirus. Y en Brasil, el sector se implantó por todo el país, pero el grueso de las más grandes plantas –Marfrig, JBS, Avenorte, Cargill, BRF, Smithfields Food, Aurora– está radicado en el estado de Rio Grande do Sul, un gigante territorial que rodea a los cinco departamentos fronterizos de Uruguay.

De los 30 municipios riograndenses que lideran la estadística del virus, 28 son los que abastecen de mano de obra a los frigoríficos. Según la procuradora del Ministerio Público de Trabajo, Priscila Dibi Schvarcz, el tránsito de obreros de los municipios a las ciudades donde están radicados los frigoríficos es una característica propia del sector. “Los números de la Región Sur, que alberga la mayor cantidad de mataderos del país, llaman la atención”, dijo la funcionaria. Y agregó: “En Rio Grande más de la mitad de los casos positivos proviene de los frigoríficos”. Pese al costo que pagan sus obreros, el sector no siente el impacto económico de la crisis. Esa extraña forma de libertad les valió a las empresas que sus exportaciones de mayo hayan superado en un 41,5% a las de un año atrás. 

Brasil recién empezó a desarrollar una ganadería de calidad a partir del último cuarto del siglo XX. Hasta entonces sus carnes no competían con las argentinas o uruguayas. Para ingresar a los mercados más exigentes la dictadura (1961-85) promovió la instalación de frigoríficos en áreas fronterizas y se valió del contrabando de ganado uruguayo. Alguien del entorno de Lacalle, quizás su propio padre, que es estanciero, recordará el modo creado para que el delito no pareciera tal. Se concentraba el ganado en los campos de frontera, se cortaba el alambrado y se disponía una hilera de bolsas de sal. Seducidas por el aroma, las vaquitas orientales entraban solas en territorio brasileño. El destino eran los mataderos de Rio Grande, el origen de esa cadena de modernos frigoríficos donde hoy se desarrolla el coronavirus.