El empresario Lázaro Baez fue detenido en abril de 2016. Días más tarde, ya en el penal de Ezeiza, fue llevado al sector hospitalario con la excusa de un control oftalmológico. Fue cuando sus ojos se toparon con una sexagenaria de cabello largo, vestida como para un cocktail. Era la abogada Claudia Balbín, y la acompañaban dos sujetos: su hijo, el también abogado Santiago Viola, y el ex fiscal y agente de la AFI, Eduardo Miragaya. Los había enviado la segunda en jerarquía de ese organismo, Silvia Majdalani –al parecer, por orden expresa de Mauricio Macri–, con la siguiente propuesta: recuperar sus empresas y la libertad a cambio de un testimonio judicial que enlodara a Cristina Fernández de Kirchner en la causa conocida como “La ruta del dinero K”. 

Gran impacto tuvieron el miércoles pasado sus dichos al respecto en el Tribunal Oral 4, donde ocupa el banquillo de los acusados. Allí también dijo que un periodista apellidado Gasulla lo visitó para ofrecerle un encuentro con el ministro de Justicia, Germán Garavano, además de proporcionarle un papel con instrucciones sobre lo que debía declarar si quería salir de la cárcel. 

Ante tales revelaciones, ambos funcionaros enarbolaron en su defensa argumentos no muy sólidos. “Esta historia solo existe en su imaginación”, fue la escueta frase que Majdalani ordenó decir a sus voceros, mientras Garavano farfullaba: “Baez quiere distraer con denuncias disparatadas”.

Hubo otros hechos articulados desde la cima del Poder Ejecutivos con semejante patrón “persuasivo”. Cristóbal López detalló el 6 de noviembre ante la jueza María Servini de Cubría las presiones del propio presidente y, luego, de su operador judicial, Fabián Rodríguez Simón, para que su señal televisiva, C5N, contribuya con el linchamiento mediático de la ex presidenta. Negarse lo condujo hacia la desgracia. Su socio, Fabián De Souza, jamás pudo olvidar la frase que le soltó Rodríguez Simón en el ya remoto 9 de marzo de 2016: “La guerra empezó y que cada uno se salve como pueda”. El tiempo probó que tal amenaza no fue en vano.

Lo cierto es que la lawfare –la judicialización de la política mediante la triple alianza entre un sector del poder judicial, los medios más concentrados y los servicios de inteligencia– no pasa en Argentina por su mejor momento. Su desplome comenzó en febrero de este año con el arresto del espía polimorfo Marcelo D’Alessio por la extorsión al empresario Pedro Etchebest en base a la amenaza de ser “empapelado” por el fiscal federal Carlos Stornelli en la causa “Cuadernos”, instruida por el juez Claudio Bonadío.

Dicho sea de paso, ahora acaba de saltar a la luz que Etchebest tenía sus teléfonos intervenidos por Bonadío desde 2016, en el marco de una denuncia por la que jamás fue citado a declarar. Una embarazosa rareza.

En paralelo, otra catástrofe: el soplón VIP de la causa del “Dinero K”, Leonardo Fariña, se presentó en Comodoro Py para oficializar su renuncia al Programa de Protección de Testigos para no seguir bajo la órbita del Estado en vísperas al cambio de gobierno. Un paso al costado que el ministro Garavano lamenta más que nadie, habida cuenta de su rol personal en acordar con el ex marido de Karina Jelinek la letra de su testimonio para incriminar a CFK en el lavado de dinero, tal como denunció ante el juez federal Alejo Ramos Padilla su ex abogada, Giselle Robles.

Es notable como en todas las imposturas procesales contra funcionarios kirchnerista se cruzan los mismos personajes. 

Por caso, la doctora Balbín y su hijo, Santiago. Ellos, tras la negativa de Baez en colaborar, lograron engañar a sus hijos convirtiéndose por un tiempo en sus abogados con la falsa promesa de beneficiar al empresario. Pero ambos también están manchados por su lazo con el perito David Cohen, procesado por su informe falso en la causa del Gas Licuado (Roberto Baratta, uno de los acusados, recibía comunicaciones telefónicas de Cohen efectuadas desde el estudio Balbín-Viola). Y no menos comprometedor fue el papel de Viola en el invento de la reunión secreta entre el juez federal Sebastián Casanello y CFK, una dramaturgia en la que también intervino Miragaya.

Éste es un viejo pájaro de cuentas. Siendo un oscuro fiscal bendecido por el menemismo, desembarcó en la AFI en junio de 2016 patrocinado por la señora Majdalani. Su cargo era el de jefe de la Dirección de Inteligencia sobre Delincuencia Económica y Financiera. En su breve paso por el organismo negoció la entrega en Paraguay del Rey de la Efedrina, Ibar Pérez Corradi, y no fue ajeno a la “opereta” que temporalmente desplazó con una imputación falsa al entonces titular de la Aduana, Juan José Gómez Centurión, además de direccionar las antojadizas denuncias de la ya fallecida Natacha Jaitt durante una inolvidable emisión del ciclo de Mirtha Legrand, entre otras trapisondas. 

Macri supo decir alguna vez que había puesto al traficante de futbolistas Gustavo Arribas al mando de la AFI porque era “el más vivo” de sus amigos. 

A su vez, la elección de Majdalani –una mujer con estudios incompletos de Relaciones Públicas en una universidad privada, cuya única experiencia en el rubro del espionaje fue haber integrado como diputada la Comisión Bicameral de Actividades de Inteligencia– fue sugerida por el inefable Daniel Angelici. Lástima que en ese momento no hubo quien le dijera al Presidente que con tales personajes nada podía salir bien.