Lo decía Antonio Dal Masetto y también Ricardo Piglia. Lo saben o lo intuyen todos los escritores: sin viaje no hay narración o, dicho de otra manera, toda narración es un viaje, ya sea de un punto a otro de una geografía o de un lugar a otro de un hecho. Lo cierto es que al volver de un viaje o de una narración, ya no somos los mismos. En esta nota, cinco escritores argentinos hablan de lugares imaginarios y lugares reales que adquirieron carácter literario. A todos ellos hay vuelo directo desde un libro y se puede llegar sin problemas cómodamente sentado en el sillón del living, recostado en la cama, o incluso en la bendita soledad del baño, si no llevamos el celular.

Mi Yoknapatawpha

Guillermo Saccomanno

A Alejandro Manara

 Me gusta pensar que hubo un viaje en el que estuve cerca de los pagos de William Faulkner. Fue un viaje largo por la Ruta 66 y por algún motivo, seguro falta de combustible y antes que eso, falta de dinero, no llegamos. Estábamos varados en la tierra de una escritora vecina, Flannery O’Connor, Georgia. Bueno, tal vez no estábamos tan lejos de Faulkner en espíritu. Al pasar de un country a otro, la bandera confederada. Eso no era sólo un detalle, quería decir algo. Cuando bajé del auto a comprar whisky la licorería tenía en la puerta un letrero que advertía la prohibición de entrar con armas de fuego. De modo que no estábamos tan lejos y me prometí que la próxima no podía fallarme. Mejor dicho, fallarle al pibe de 16 que, en los sesenta, en un galpón de Mataderos había descubierto el condado de Yoknapatawpha en el mapita que acompañaba la genealogía de sus habitantes en la edición vetusta y reliquia de ¡Absalom, Absalom!.  Ahí figuraban los Coldfield, los Compson, los Sutpen, entre otros. Ahí, en ese libro, el joven Quentin Compson se sentaba a escuchar los relatos de sus ancestros en boca de la solterona señorita Rosa Coldfield. Quentin había crecido entre todo eso, hasta los nombres mismos eran intercambiables y sumaban millares. Su niñez estaba poblada de nombres; su propio cuerpo era como un salón vacío lleno de ecos de sonoros nombres derrotados, él no era un ser, una persona, era una comunidad.

Durante años, hasta que enloqueció, compartí un cuarto de la casa con mi abuela. Me acuerdo la visceralidad de los cuentos de su pueblo que irradiaba en la oscuridad nocturna. Un ejemplo, ese de la madre y la hija que una madrugada acecharon y castraron al respectivamente marido y padre que era un borracho y mujeriego perdido. Mi abuela evocaba esa noche de silencio en las calles del pueblo. Nadie había acudido en su socorro y lo habían dejado desangrarse.

William Styron asistió al entierro de Faulkner. Estuvo en su pueblo, caminó las calles y entrevistó a su gente. Pero más, olió el lugar. Lo respiró. Al entrar en el escritorio de Faulkner vio que entre sus libros estaba Conversación en Sicilia, de Elio Vittorini. Italo Calvino dijo alguna vez que para los escritores italianos de posguerra el sur campesino de Italia era su middle west. Algo de eso sabía Antonio dal Masetto, lector atento de Faulkner y de Vittorini, dueño de un oído afinado y una prosa de calidad poética excepcional. Por algo, Miguel Briante lo admiraba.


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(Foto: Diego Paruelo)

Un escritor, es claro, no se hace sólo con las historias de su abuela y tampoco sólo con una biblioteca. Ambas le son indispensables. Y a las dos recurrí, siguiendo el consejo de Antonio cuando llegué a Villa Gesell hace casi 30 años con la intención de afincarme cerca del mar. Un lugar al que se llega es un territorio a conquistar, me dijo. Su frase me repercutió fuerte. Y la tuve en cuenta al escribir sobre este pueblo, por entonces 14 mil almas. La frase adquirió un espesor más fuerte cuando empecé a juntar los fragmentos que iban a componer Cámara Gesell.

Esta maldita cuarentena me impide no sólo viajar a Yoknapatawpha, dominio privado de William Faulkner. También volver a Villa Gesell, tanto más próxima. Y este viaje, 400 km de ruta, se ha convertido, virus mediante, en estos días, en mi territorio literario soñado al que habré de volver cuando la sombra de la peste se pierda en el viento.

Lugares imaginarios

María Rosa Lojo

 Una excursión a los indios ranqueles (1870) de Lucio V. Mansilla convirtió la pampa central argentina en un lugar para mí ensoñado que ansié conocer durante muchos años. Claro que cuando lo hice junto con mi familia, en 1992, ni los habitantes de esa pampa ni los espacios por donde transitábamos eran ya iguales. Tampoco Lucio Victorio, que regresa ahí para saldar sus asignaturas pendientes con el pueblo ranquel, consigo mismo y con la Historia. Así es como volví a escribir la pampa desde los ojos de un Mansilla fantasmal en la novela La pasión de los nómades (1994), para que otros la imaginaran de nuevo.


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(Foto: Pedro Pérez)

Uno de los acompañantes de Mansilla en su nuevo viaje viene de otra novela: Merlín e familia (1955), de Álvaro Cunqueiro. En este libro que recomiendo fervorosamente, el gran mago, retirado de la gesta artúrica pero no inactivo, pasa sus días en un lugar impreciso de una Galicia a la vez mítica e histórica. La mansión heredada de una tía gallega, presumiblemente situada en Miranda, en el bosque de Esmelle, es el escenario donde recibe asombrosas visitas, como la de una sirena viuda que allí se hace teñir de luto las escamas de su cauda.

La pampa central de La pasión de los nómades también es un lugar mágico, no sólo histórico. La recorren otros seres que vienen del imaginario mítico mapuche; Mansilla no los vio en su excursión anterior y tampoco los ve ahora. Rosaura, un hada gallega, sobrina de Merlín, que sólo existe en esta novela, es la única que puede descubrirlos y abrir el portal que comunica culturas y mundos.

Amis et Amants

Christian Kupchik

 En las actuales circunstancias no son pocos los destinos posibles e imaginarios a elegir. Nils Holgersson, el pequeño viajero de Selma Lagerlöf, describió la ciudad submarina de Vineta, que fuera castigada por el lujo desenfrenado de sus habitantes y tragada por el mar. Sólo se le permitía aparecer durante una hora una noche cada cien años, a menos que un comerciante consiguiera vender algo. Viendo en el presente un futuro cercano al de Vineta, resulta más conveniente plantear otras posibilidades.


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(Foto: Soledad Quiroga)

Taprobana podría ser una, toda vez que los relatos de viajeros que van de Alejandro a Megastenes la evocan como una suerte de Paraíso Perdido de color cobrizo (de allí su nombre proveniente del sánscrito o del cingalés) que más tarde dio lugar a las fabulosas aventuras de Simbad.

No obstante, y para no apartarnos de la belleza insular, recalaremos en las bondades del archipiélago de Amis et Amants, por un momento colonia del reino de Calude, concebido por la imaginación filatélica de Donald Evans. Este maravilloso conjunto de islas se extiende desde la pequeña Premiers Amours hasta la distante L’Amour Perdu, entre las que se encuentran Ami des Beaux Jours y Main-dans-le Main. Su capital es St. Philippe y logró la autonomía en 1945. Los habitantes de esta idílica tierra tropical son gente amistosa y cálida de origen africano y polinesio, cuya primordial preocupación es alcanzar cierto permanente estado de dicha. Se recomienda visitar paisajes como Céladon, Chaud Lapin, Elan de Tendresse o Idolatrie. Una temporada en Amis et Amants, en definitiva, puede devolvernos no sólo un espacio mítico, sino a la evocación de lo que se supone debería ser el contacto humano.

Viaje a ninguna parte

Fernanda García Lao

 En estos días en los que el encierro limita el mundo de cada cual al espacio de su casa, me digo que no soy los metros que habito. Que mi cabeza ocupa un terreno más profundo, y que ese lugar está hecho de lenguaje. Que subida a él me voy a cualquier parte.

Viajo al mundo Marosa, al de Emily Dickinson, fascinada por la manera en que las palabras hacen lugar sin necesidad de moverse. El terreno de la poesía no tiene domicilio fijo. No necesito ponerle una dirección, se habita de otro modo.

Marosa Di Giorgio, por ejemplo, es parte esencial del inventario de escritoras raras de la literatura del Río de la Plata: su poesía arde, es libidinosa y mística, recrea mil veces el escenario de su infancia, un vergel donde el sacrificio y lo aciago conviven en fervoroso caos con mariposas que crujen, diamelas siniestras o murciélagos que son parte de la familia.



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(Foto: Diego Paruelo)



En cada párrafo, perturba la belleza, al igual que la sintaxis, sin abandonar ese terreno fantástico con el que recreó su pasado en Salto, habitado de criaturas de chacra y biblioteca. Lectora de Poe, de Dylan Thomas, de Delmira Agustini, Marosa di Giorgio inventó un universo del que es única recitatriz, hada oscura y demiurga desconcertante.

En sus Papeles salvajes dice: “Y los días se volvieron tortuosos, se retorcían; descenderlos era horrible. En un costado de la casa salieron dalias; pero el viento las resecó enseguida, y yo oía de noche el golpe de sus cabezas espantosas”.

Dónde queda ese lugar. Me digo que no hay modo de tomarse un tren para descenderse ahí. Tampoco se requiere que el viaje sea luminoso. En días como estos, no aflojo en el desconcierto de desear el claroscuro. No me quiero ablandar y aparecer en alguna novela utilitaria que me tranquilice. Prefiero andar en Dickinson, honrar su pasmosa y trascendente oscuridad, pasearme por sus versos: “He visto un ojo moribundo / mirar y mirar alrededor de un cuarto / como si algo buscara, tal parecía / luego nublarse / después oscurecerse con niebla / y, al fin, quedar fijo / sin revelar / bendecido por haber visto”.

Volver a Intra

Ángela Pradelli

 El pueblo al que elegiría ir en este momento se llama Intra. Es el pueblo italiano en el que nació Antonio Dal Masetto y que llevó a sus obras. Queda en el norte de Italia, en el límite con Suiza, donde está el lago Maggiore. La primera parte del relato en que habla de su padre es el recuerdo de ese pueblo donde su padre trabajaba la tierra, donde lo iba a buscar al colegio de monjas en el que Antonio estudiaba. Es el pueblo de su niñez. Vuelve a hablar de él en Cita en el lago Maggiore. Intra está en una orilla de ese lago y, en la otra, está la ciudad de Luino. 

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(Foto: Diego Martinez)

Hay un capítulo en el que se concentra toda la fuerza de la novela: él quiere llevar a su hija a ese pueblo para que conozca no sólo el pueblo, sino también la casa familiar de la que tantas veces le había hablado. Ella vive en Mallorca y para él ir con ella a Intra es un sueño que, por fin, se concreta. El día en que van a visitar la casa, amanece lloviendo. Él nunca le dice dónde van y cuando llegan se encuentra con que delante de la casa han construido un paredón. Desolado, apoya la espalda contra la pared y le ofrece a su hija sus manos entrelazadas para que las use a modo de escalón y pueda ver la casa. Entonces, sin darle ninguna información, le pide que le cuente lo que ve. Es una escena muy hermosa, porque es la descripción de su casa familiar vista por los ojos de la hija. Pocos meses antes de que él muriera yo estaba en el sur de Suiza por una beca. Crucé el lago y fui a Luino, le saqué una foto y le escribí desde allí. Él me contestó: “Qué hermosura, tengo que volver a Luino”. Aún tengo su mensaje guardado.