Los resultados de las PASO y el consenso masivo de que goza Mauricio Macri han exacerbado un amplio debate sobre la naturaleza política de Cambiemos, su grado de consolidación, su eficacia como maquinaria comunicacional; en fin, su capacidad para ganar las conciencias y los cuerpos en función de erigir una nueva hegemonía política y cultural. La noche de la elección, Guadalupe, una jovencísima fiscal de Unidad Porteña, militante íntegra y tenaz, se preguntaba con cierta candidez cómo podía ser que la mitad de las personas que en la mesa electoral habían sonreído amablemente con ella hubieran votado a Elisa Carrió, paradigma de lo que, noblemente, Guadalupe más detesta: la mendacidad, el oportunismo y la ferocidad política y social. Ese sentimiento, en mayor o menor grado se extendió entre las filas de quienes esperaban un rechazo mucho más voluminoso a las políticas del gobierno, a su prepotencia en todos los órdenes, y a la secuela de desempleo y destrucción de fuerzas productivas. Una vasta porción de la sociedad, como Guadalupe, ha sido herida en lo más hondo por la indiferencia electoral ante el secuestro de Santiago Maldonado, la saña aplicada a Milagro Sala y, en un orden más general, por la Gendarmería cumpliendo el rol de inteligencia y represión interna que la ley le impide a las fuerzas armadas.

El aval electoral obtenido por Cambiemos contribuye a la argumentación, expuesta por algunos analistas, de que por primera vez, si se excluye al menemismo, nos gobierna una derecha democrática. A Raúl Alfonsín lo irritaba sobremanera que se afirmara que con su gobierno la Argentina había conquistado apenas una «democracia formal», por oposición a una «democracia sustancial», comprometida con la justicia social y no meramente apegada a la ritualidad de las instituciones democráticas. De esa crítica pareció prevenirse el presidente en su discurso ante la Asamblea Legislativa en 1983, cuando lanzó su célebre apotegma de que «Con la democracia no sólo se vota, sino que también se come, se educa y se cura». Unos años después, y cuando ya gobernaba Carlos Menem, el diputado socialista Simón Lázara se preguntaba dramáticamente en el recinto de Diputados: «¿Cuánta miseria puede soportar la democracia?». A esa altura, la larga agonía de la Convertibilidad había llevado al país a niveles de desempleo y miseria que, pocos años después, harían insostenible la gobernabilidad con Fernando de la Rúa.

Tenazmente, la querella entre la vigencia de la democracia y la incapacidad política de promover y alcanzar estándares mínimos, no ya de igualdad, sino apenas de equidad social, ha puesto en jaque, una y otra vez, las condiciones de la gobernabilidad democrática en un país capitalista dependiente como el nuestro. Históricamente, ese conflicto radical se resolvía con la intervención de las fuerzas armadas como garantía última del orden, de un cierto orden, capitalista. La disputa por la apropiación del ingreso y el salario, y la pugna por la vigencia de los derechos sociales, que en algunos períodos alcanzó altísimos niveles de violencia, era ahogada a sangre y fuego sistemáticamente. Así, hasta la asunción de Menem, cuando por primera vez en la Argentina un partido de masas avalaba un programa de gobierno que, en el fondo, había sido el fundamento de todas las dictaduras, desde fines del siglo XIX. Con Menem, las formas de la democracia se amoldaron a un gobierno que incluyó, entre otras cosas, el deterioro del empleo y de las condiciones de trabajo, la formación de una Corte Suprema de Justicia que resolvía los conflictos a favor de las grandes empresas privatizadoras y contratistas de obras públicas y, como condición simbólica pero efectiva de esos cambios, el indulto a los genocidas. Esa Corte comenzaría lo que es hoy una transición avanzada: la justicia, un sector importante y decisivo de ella, en conjunción con los conglomerados de la comunicación, conforman un formidable aparato de represión política y social.

La violencia estatal y paraestatal ha sido siempre el límite que el capital le ha puesto a la democracia en tanto marco de la construcción social de derechos. Frágil criatura la democracia, tan frágil y vulnerable como los cuerpos de millones de desposeídos que viven en sus bordes, «vidas que no merecen ser lloradas», al decir de Judith Butler, aquello que se condensa en el pibe preso que evocó torpemente el inminente senador Bullrich. Frágiles criaturas la democracia y sus contenidos, los derechos humanos y sociales, que han de ser conquistados, sostenidos y defendidos sin tregua, mucho más en tiempos como estos, cuando la ofensiva de las derechas, aquí y en todas partes, asume las formas más violentas de la confrontación de clases. La bestia del terror y el genocidio asoma en cada crisis cíclica del capitalismo con renovada virulencia. Por eso se ha dicho que los Derechos Humanos son la promesa incumplida e incumplible de la modernidad.

El gobierno de Cambiemos está atravesado por ese conflicto que genera, por un lado, la voracidad sin límites del capital que representa, y por el otro, la capacidad de lucha y resistencia de la clase obrera y el pueblo. La disputa por la hegemonía se juega ahí tanto como en el fracaso o el éxito de Cambiemos en su empeño en construir al enemigo: los trabajadores y los que no tienen trabajo, los pobres, los colonizados y sus colectivos y representaciones. El primer éxito de esta estrategia lo trajo la huelga de los colectiveros y las conductoras de trolebús de Córdoba, donde Cadena 3 y el resto de los medios oficialistas lanzaron una campaña que logró que la mayoría de la población de la ciudad rechazara la huelga.

Por otra parte, se ha tratado de ver en el gradualismo de Macri, quien ha resistido el reclamo de un ajuste brutal de parte del establishment financiero nacional e internacional, como una muestra de la sabiduría de los estrategas del gobierno. Pero, la cautela del ala gradualista se funda, antes que nada, en el temor a poner en riesgo la estabilidad política, siempre relativa, de que goza el gobierno. También el método de ensayo y error ha sido transformado en virtud por los comentaristas de los diarios de negocios y, en cambio, sintetizado por sus críticos con la frase «si pasa, pasa». No obstante, una formidable movilización de masas impidió que pase el intento de imponer el 2X1.

Las próximas elecciones legislativas son parte sustancial de la confrontación del capital financiero con los trabajadores y el pueblo. Imponer una derrota aplastante a la oposición realmente existente significaría para la derecha obtener un gran aval para profundizar la ofensiva sobre los derechos laborales y sociales y profundizar la precarización de la democracia, consolidando lo que ya es un estado de excepción, no dictatorial, que ejerce el control no sólo por medio de las conciencias y la ideología sino también con los cuerpos y sobre los cuerpos.

Francisco Olivera, columnista de La Nación, condensó en una frase los objetivos y temores del gobierno y los empresarios respecto de las elecciones legislativas: «Una derrota contundente de CFK haría más fácil despejar las calles de manifestantes». «