Hay muy diversas formas de vivir el pasado.

Infinitas. Por caso, con fotos imaginarias, momentos, recuerdos personales, flashes compartidos en las escasas líneas de una contratapa de un diario.

Por estos días se pueden recordar algunos episodios, muy diversos, que cumplen medio siglo, un dato no menor para ese relato. Este periodista había nacido en 1957, cuando gobernaba la Libertadora liderada por el dictador Pedro Eugenio Aramburu. Pero ya en ese emblemático 1969, acababa mayo y un movimiento popular como el Cordobazo golpeaba en el centro de otra dictadura en Argentina, comandada por un general enajenado, de labio leporino, abismalmente antiperonista, Juan Carlos Onganía. Unas semanas después, ese chiquilín que cumplía los 12 se enteraba de que en un lugar exótico llamado Biafra, miles de pibes se morían de hambre y en otro sitio no menos extraño como Vietnam, el pueblo resistía la invasión furiosa de la mayor potencia mundial. Así, una mañana faltó al colegio para ver, atónito, en la tele monocromática, cómo Neil Armstrong hacía pie en ese globo redondo, luminoso, la Luna. Aunque ignoraba que Jennifer López, nada menos, nacía horas después en el Bronx neoyorquino.

Medio siglo después también recuerda que en ese agosto de 1969, se producía una hazaña del automovilismo argentino, la Misión Argentina comandada por Juan Manuel Fangio hizo época en las 84 horas de Nurburgring, con tres Torinos. O que muy lejos de la guerra, los movimientos sociales y las carreras, en esa puerta de entrada a una década de explosión, casi medio millón de jóvenes se entregaba con fruición a tres días de paz, amor y música, un hito de la cultura contemporánea: un día como hoy finalizaba el legendario Woodstock.

También en ese 1969 incomparable en la cultura rock, Led Zeppelin lanzó su primer álbum; John Lennon y Yoko Ono realizaron su «encamada» pública, antes de grabar un himno, «Give Peace a Chance» (Démosle una oportunidad a la paz). Y Jethro Tull grabó una delicia, «Living in the past» (Viviendo en el pasado). Aún hoy se estremece ese hombre que ahora va por los 62, cada vez que surge el silbido de la traversera sobre la viola acústica, unos segundos antes de que Ian Anderson cante la alegoría contra la guerra que cierra con un dulce «Oh, we won’t give win, let’s go living in the past» (No nos daremos por vencidos, vivamos en el pasado).

Una forma de vivir en el pasado es recordándolo. Volando en el tiempo, evocando episodios personales como la turbulenta adolescencia en el país al que regresaba y en el que moría el General. O en plena juventud, con la libertad sometida entre angustia, oscuridad, muerte y opresión representada en otro gobierno de botas, el más totalitario. Incluso en la primavera democrática, en las gigantescas esperanzas truncas, las energías jóvenes puestas a disposición de ese cambio y la muchedumbre cantando «no hubo errores, no hubo excesos, son todos asesinos los milicos del proceso». También, en contraposición, con la zozobra instalada en el pecho cuando una noche, retornando al hogar, se conmovió al ver que el viejo Manzi, en San Juan y Boedo, el que jamás cerraba, tenía las persianas por el suelo: un símbolo, tan sólo uno, de aquellos tiempos de hiperinflación.

El recuerdo fuerte, conmovedor, invita a volar al presente, por sobre décadas como la del ’90 y la primera de este siglo, controversiales, intensas, repletas de tristezas extremas y profundas alegrías. Y llegar a hoy, sin detenerse en aspectos técnico-económicos que despejan similitudes, pero renovando aquella sensación acuciante ante la ola de precios que se disparan a lo loco.  Miedos recurrentes. Más comparables a los de 1989 que a los de otros momentos críticos para la sociedad argentina como los del 2001, tal vez porque la violencia institucional, hoy se da con otras modalidades. Aunque no sean menos cruentas.

O tal vez porque la abrumadora diferencia es que el actual gobierno y sus referentes no tienen el menor empacho de jugar con fuego, para pasar de inmediato a posturas conciliadoras y rápidamente volver a declarar la guerra y pintarse la cara, con lo que eso significa para el consciente colectivo argentino. Entre ellos mismos se acusan, se traicionan, se sueltan la mano. Gente que vino a componer los «desaciertos populistas» y se mandaron todas los dislates posibles. El peor equipo de los últimos 50 años, el que multiplicó varias veces la pobreza y la indigencia, entre otros estropicios, prepara su salida, pero antes, sin pudor, toma medidas que repudió mil y una veces. Las toma como si recién hubiera asumido.

Claro que el alivio y la alegría porque se van no debería tapar ni dejar impunes los destrozos monumentales de estos cuatro años y la tierra arrasada que van a dejar. Si dan ganas de ponerse a gritar otra vez que «no hubo errores, no hubo excesos, son todos…».

Por ellos y por los sectores cómplices que tapan con barro su pasado reciente y se entregan a inescrupulosas volteretas. Por supuesto, incluso una banda de periodistas desfachatados que de buenas a primeras vieron la luz que ocultaron cínicamente durante todo este tiempo, en muchos casos a fuerza de pauta o grandes negociados. Casos como el comunicador más animal suelto, al que la providencia, al fin, le hizo advertir la existencia de listas negras para muchos periodistas de verdad, honestos, sin contar los casi 4000 que quedaron en la calle con nulas posibilidades de reinserción. La falta de escrúpulos no tiene límites, aunque no sea una realidad sólo de estos tiempos.

Aunque, si de recuerdos, pasado y presente se trata, justamente en el año en que Evita cumpliría cien años, hace pocas horas los celebró Rosa Tarlovsky de Roisinblit, Abuela de la Plaza. Una emocionante bocanada de aire puro para reencontrarse con la memoria y que la incógnita sobre el futuro no sea tan pesada. «