Para Walter Lezcano (1979), docente, periodista y escritor,  el rock y la literatura fueron y continúan siendo sus dos refugios, no para huir del mundo, sino para hacerlo un lugar un poco más amable, para resistir sus embates. Su última novela, Luces calientes, habla, entre muchas cosas, de lo que el rock barrial significó para su generación, especialmente para quienes vivieron, como él hasta hace poco tiempo, en el Conurbano Bonaerense y eran jóvenes sin expectativas de futuro antes, durante y después del estallido de 2001. Para ellos el rock fue el centro alrededor del cual orbitaba el universo propio que debieron crear para poder sobrevivir.

En diálogo con Tiempo Argentino Lezcano habla de su pasión rockera y de las motivaciones que dieron origen a su nueva historia. 

–Creo que no hay en la literatura argentina muchos libros que hablen del rock como Luces calientes.

–Sí, es así. Sólo hay algunos antecedentes y a mí me gustaba la idea de contribuir a comenzar una tradición, ver la forma de instalar un tema, de explorar un universo que yo siempre viví con mucha intensidad. Es una zona del mundo donde las relaciones son complejas y hay todavía mucho por contar: qué hay detrás de todo eso, ya sea ir a ver una banda, escuchar una banda, o la relación que establecen los músicos con su público. Creo que hay muchas historias ahí que no han sido miradas con la atención que merecen. Quizá se lo ve más desde la crónica cuando, por ejemplo, se presenta el Indio Solari y junta masas. Entonces hay una mirada sobre eso que es tipo fenómeno, pero no se lo toma como material literario, como material de ficción, con esa fibra de miles de sensaciones dando vueltas.

–Luces calientes es una versión de Cromañón en el Conurbano y tiene una vuelta de tuerca:  el personaje principal, Martín, tiene una actitud oportunista. ¿Cuál fue tu intención al introducir este rasgo miserable?

–Había muchas cuestiones que tensionaban lo que yo quería mostrar. Por un lado, qué había detrás de un número relacionado con una tragedia, es decir 194 víctimas, un número muy grande pero, a la vez, muy abstracto que, si no estás en el rock como se lo vive en ese lugar, resulta algo muy lejano. Incluso si vivís en Capital pero curtís las fiestas electrónicas y no el rock, también puede parecer extraño o lejano. Yo quería pasar por debajo de lo que implica relatar periodísticamente una tragedia, quería ver qué había en el día a día detrás de todo eso. Por otro lado, tenía y tengo mucho amor por esa generación que es la mía, por gente que perdió allí familiares, amores, amigos, conocidos y que lo padeció mucho, pero no quería que eso traicionara el espíritu narrativo que es ver complejidades, claroscuros, y es ver también la posibilidad del mal en toda esta tragedia. Deseaba que no hubiera una mirada condescendiente. Quería ver diferentes versiones de lo real y también de qué forma apropiarse de un hecho, de qué manera acercarse a una tragedia en cuanto al sobreviviente y a la gente cercana. No creo que todos se acerquen con buenas intenciones, pero tampoco que todos se acerquen con malas intenciones. En fin, mi objetivo era problematizar una realidad que no había sido retratada en lo literario. No quería hacer un texto bienpensante y políticamente correcto ni jugar al que se pone del lado de las víctimas o en cuestionador de ellas. Creo que lo interesante es plantear preguntas, dar versiones de lo real pero con un sentido de riesgo, de incertidumbre y no tanto de soluciones. La realidad es caótica y creo que merece ser presentada con esa dificultad. 

–La novela está dedicada a Patri, que tiene que ver con Los Caballeros de la Quema y, además, el título está relacionado con Sumo.

–Patri se llama mi pareja, pero es cierto que hay un juego metamusical. La generación que estoy retratando es heredera de Sumo. 

–¿Cómo nació la novela?

–Como una nube negra, con una idea muy difusa que tenía que ver con contar un poco esa época, cómo fue esa época posterior a 2001 en que mucha gente de mi edad se encontró desprovista de expectativas de futuro. Las familias que habían crecido con el menemismo y habían sido derrumbadas con De la Rúa tenían chicos que estaban por salir a la vida. Pero pinta el estallido de 2001 y, vista en perspectiva, la situación se parecía a la de Londres de fines de los ’70 cuando nació el punk. La cosa se va aclarando cuando comienza a surgir la voz de Alejandra, que no está en la versión definitiva de la novela, pero sí en la original, y la voz de Martín. Entonces comenzaron a aparecer subtramas, elementos que fueron sosteniendo la idiosincrasia de ellos. Y ahí surgió la necesidad de que también aparecieran las otras voces que iba sintiendo cercanas. Fue una elección ética la de darles voz a los personajes para contar algo generacional más allá de que esas voces sean un artificio literario que a mí me costó tanto como escalar el Everest. Mi generación estaba en el fondo de la olla y estaba muy a mano el concepto de ilegalidad, pero también estaban muy a mano esos conceptos de clase media de que si te esforzás, si estudiás, vas a progresar, cosas que terminan siendo oraciones de una especie de religión que nunca te satisface. Me gustaba tomar esas coloraturas, esas texturas de esos años muy decepcionantes a nivel político y de la escuela, pero en las que estaba el rock dándole un poco de sentido a la vida. El rock era encontrarse, generar una comunión con tus amigos, escuchar un disco, y esa era la única posibilidad que teníamos de estar en contacto con la alegría, con algo vital, con algo nuestro que nos pertenecía, que no habíamos heredado de nadie, sino que estábamos construyendo entre todos. Se decía que el fútbol y el rock pasaban sobre todo en la tribuna y creo que eso era consecuencia de la necesidad de sentirnos parte de algo. No estábamos en los planes del Estado, no estábamos en los planes de un gobierno que dijera: «Esta gente también merece un futuro». Y, si nadie nos daba bola, queríamos construir algo por nosotros mismos. 

–¿La banda Los Nietos del Carnicero que aparece en la novela existe o es algo que se te ocurrió a vos?

–No, no existe, la inventé. Tiene muchos elementos de bandas que conocí y de las que son conocidas dentro del rock barrial. Ese fue un juego muy divertido porque desde chico soy fan de las bandas de rock, de las entrevistas a las bandas, de descubrir quién produjo el disco, quién tocó. No me conformaba sólo con saber el nombre del cantante o la cantante. Siempre me interesó la historia del rock. Me parecía que el nombre de la banda respondía muy bien a los ideales de esos años.

–Está tomado de una noticia policial que decía precisamente «Cayeron los nietos del carnicero».

–Eso es ficción.

–Pero implica posicionar la banda de un lado o del otro de la ley.

–Es cierto, además había una banda delictiva en esos años, cuyo nombre no recuerdo pero era algo parecido. Salió en el suplemento «El Quilmeño» del Diario Popular. Era una banda terrible, dedicada a las drogas, la prostitución, el secuestro. Es verdad lo que decís: la elección del nombre de una banda de delincuentes se condice con un posicionamiento. Me parece súper válido que la gente de esa zona lo tome como propio para una banda de rock porque es un tipo de nombre que no podría tener, por ejemplo, una banda de Palermo. 

–¿Por qué?

–Porque allí tienen otras influencias, otras inquietudes, otro tipo de aspiraciones relacionadas con cierta cultura. Alguien que escucha Radiohead,  cuyo nombre salió de un tema de Talking Heads, que es una nave insignia del nacimiento del punk CBGB, jamás va a pensar en esa parte del mundo. El nombre tiene que ver con la forma en que los sectores pobres, populares, van creando su propia cultura dentro de la cultura mayor que intenta ser la dominante. Tiene que ver con la presión que hicimos en ese momento para dar cuenta de lo vitales que éramos y de lo que nos interesaba. Nuestros padres tenían determinados trabajos. En nuestras familias no había ningún gerente.

–En tu novela se bebe mucha cerveza como una marca de esos años que luego fue tomada por los chicos rubios que festejan San Patricio y vomitan la vereda con una forma prestigiosa de la borrachera. 

–Claro, porque Esa es cerveza artesanal (risas), tiene otro envoltorio. Es como Damas Gratis en el Lollapalooza, pero ahí sí me gusta. Las clases altas siempre se apropian de elementos de las clases bajas y les dan otro packaging para poder consumirlos porque, si no, es bajar de categoría. La cerveza siempre estuvo relacionada con esos años por una cuestión económica. Era muy barata. Hasta en eso queríamos construir nuestro propio código de pertenencia y la birra estaba muy presente. Tiene menos graduación alcohólica que el vino y podías hacer durar más el momento de sobriedad pero con esa liviandad y deshinibición que te da el alcohol. 

–¿Integraste una banda de rock?

–No, pero tuve mis sueños de rock star. Me compré una guitarra Faim y un pequeño equipo. Estudié guitarra con un compañero que no me supo enseñar y, además, tengo los dedos muy chicos. Pero siempre seguí relacionado con el mundo del rock que fue donde puse todas mis ganas, mi tiempo y mi plata. Hoy sigue ocupándome mucho tiempo y sigue haciendo mi vida más intensa y copada. Creo que la vida es eso, el rock, los libros, el sexo. Tengo pocos intereses en la vida, pero esos pocos me interesan mucho. 

«Para mí, lo femenino es algo muy poderoso»

Aunque en la novela no habla con voz propia, Alejandra es, junto con Martín, uno de los dos personajes principales de Luces calientes. Su vida, entrevista a través de sus acciones y de lo que se dice de ella, es bastante misteriosa e impenetrable. Parece al borde de una relación homosexual con su directora de murga, pero no llega a concretarla. Se involucra sentimentalmente con músicos en vínculos asimétricos y aunque Martín está rendido de amor a sus pies, resulta difícil saber qué es lo que siente por él.   

Según Lezcano, la construcción de este personaje «es un poco un homenaje a esas chicas de los años ’90, a esa subcultura rolinga que no podía encajar en ningún otro lugar, por eso el corte de pelo, el rock». 

«Me parecen interesantes –agrega– los personajes femeninos escritos por varones heterosexuales que muestran esa complejidad femenina que es un poco inasible. Yo quería alguien así, alguien que sólo pudiera ser observado, alguien que llegara a un determinado lugar y luego dejara surgir su opacidad. La forma de construir personajes femeninos tiene que ver con la historia personal. A mí me crió mi vieja sola, tengo dos hermanas menores y crecí en una familia de mujeres.  Mi pareja, Patricia Giménez, con quien estoy hace 16 años y a quien dedico Luces calientes, es la que puso estabilidad en mi vida. Por eso para mí lo femenino es un elemento muy poderoso, muy fuerte, algo que rige los movimientos del mundo». «