En esta hora bien vale releer la historieta El Eternauta (Héctor G. Oesterheld y Francisco Solano López, 1957) para constatar, en vista de las circunstancias actuales, su metamorfosis en relato costumbrista. Pero en el que aún subyace la exaltación del héroe colectivo. Un arquetipo que sigue pujando en el vientre de las mejores utopías.

Claro que tampoco está de más echarle un vistazo a la película El ángel exterminador (Luis Buñuel, 1962), donde los asistentes a una fiesta ofrecida en una elegante casona mexicana no pueden salir del salón al quedar atrapados por una fuerza misteriosa. Afloran entonces sus reacciones más abyectas.

¿Cuál de aquellas líneas argumentales se asemeja más a la Argentina del presente, convertida –al igual que el resto del mundo– en un gran laboratorio sociológico? Por lo pronto, la segunda es la que hechiza a los medios. 

Su hito más buñuelesco: el caso del tipo que, al cumplirse el cuarto día de cuarentena, intentó ingresar a un country de Tandil con la mucama oculta en el baúl de su automóvil. Pero no le fue a la zaga el directivo de la empresa Vicentín (dicho sea de paso, deudora de 1350 millones de dólares) que decidió mitigar el aislamiento obligatorio paseando en su lujoso yate por el río Paraná. Ni el ya famoso surfer que violó el suyo, impuesto por Prefectura, para huir a Ostende. Tampoco el comerciante chino que cazaba pokemones en las calles de San Telmo. Y menos aún el concejal tucumano Ricardo Bussi (vástago del genocida Domingo Bussi), quien, a sabiendas de estar infectado, asistió a una sesión parlamentaria, causando el cierre de la Legislatura, además de contagiar a dos empleados de su bloque y al legislador radical José Canelada. 

De tal manera se sumó al lote de influencers que en los días previos al DNU presidencial, cuando la peste ya flotaba en la atmósfera, supo propiciar los primeros confinamientos masivos. A saber: el muchacho con Covid-19 que provocó la cuarentena compulsiva en el Hotel Panamericano de 403 pasajeros al regresar, ya con síntomas, de Uruguay a bordo de un ferry de Buquebus; la médica jubilada y su hija que, también con síntomas, volvieron de Europa a la capital chaqueña para enfrascarse en un sinfín de eventos sociales, una actitud que derivó en otros tantos aislamientos y no pocos contagios, junto con la cordobesa recién llegada de España que, tras mantener un fogoso encuentro con un amigo íntimo que reside en el pueblo santiagueño de Selva, hizo que sus 2500 habitantes quedaran sitiados por el encierro preventivo.

Mientras tanto, el jueves –a horas de empezar la cuarentena obligatoria– largas filas de vehículos avanzaban hacia la Costa y otros centros turísticos del país para pasar el fin de semana largo. Ahora, por disposición gubernamental, los protagonistas de semejante weekend no podrán retornar a sus ciudades de origen hasta que finalice la cuarentena. .

Otro asunto que desvela a la parte (políticamente) sana de la población es el de los compatriotas varados en el exterior, quienes habían partido hacia las urbes más bonitas de Europa, Estados Unidos, Asia y el Caribe cuando el virus ya avanzaba en todo el planeta.

Se trata de un desliz tan arraigado en el “ser nacional”, al punto que el Gobierno de la Ciudad hizo un censo de indigentes porteños en situación de calle con un formulario donde –entre otras cuestiones socio-ambientales– se les preguntaba si recientemente habían visitado China.

A ese detalle se le añade el video de los pibes “bailados” por gendarmes en el Bajo Flores por violar el aislamiento. Ambos fueron prácticamente los únicos registros mediáticos sobre sectores precarizados bajo la pandemia.

Porque parecería que esta fuera un azote exclusivo de la clase media y alta. Un sentimiento que, por lo tanto, desdibuja la dialéctica tradicional de la construcción del miedo y también el eje de sus reflejos punitivos más atávicos. La pesadilla ya no es más un pibe morochito con capucha sino la señora de Recoleta que estornuda. Ahora el enemigo público es “gente como uno”. Así, el mensaje de sensatez, responsabilidad y cuidado mutuo proyectado desde los despachos oficiales para todos los habitantes devino en la siguiente consigna: “vigilémonos entre nosotros”. Una persona verbal que excluye al pobrerío; que lo invisibiliza como si no formara parte de esta trama.

Entonces flota un interrogante: ¿bajo qué características y condiciones transcurre la cuarentena en barrios y asentamientos populares?

Más de cuatro millones de personas viven hacinadas en tales lugares, sin la capacidad de aislamiento que poseen las clases medias, sin posibilidad de trabajar desde sus casas, y donde la provisión de alimentos y agua ya de por sí es una guerra cotidiana. Se trata a todas luces del sector más vulnerable a las secuelas económicas y sanitarias de la peste. ¿Cómo corre allí la existencia en estos días? ¿Cómo funcionan los lazos de solidaridad? ¿Cómo se manifiesta el instinto de supervivencia? Un cúmulo de encrucijadas que la prensa soslaya, ignorando también el papel del Estado y de la militancia social para que la cuarentena pueda aplicarse entre sus pobladores.

Quizás Juan Salvo, El Eternauta, sea uno de ellos.