Al cumplirse el trigésimo segundo aniversario del frustrado ataque al Regimiento de Infantería Mecanizada (RIM) 3, con asiento en La Tablada, aún persisten los mismos interrogantes que hubo a partir del 23 de enero de 1989.

Ese lunes había clareado bajo una tirantez informativa; las radios ya daban cuenta de un impreciso incidente en aquella guarnición junto con otra noticia no menos confusa: un extraño incendio en la Unidad 22, la cárcel VIP frente al Teatro Colón, que alojaba a represores y malvivientes de alta gama.

En total, hubo 55 internos evacuados sobre la calle Viamonte. Nueve se esfumaban, mientras el ex agente civil del Batallón 601, Raúl Guglielminetti, sin perder su impronta de botón a pesar de estar preso, agitaba los brazos al grito de “¡Se escapan! ¡Se escapan!”.

A su lado, José López Rega deambulaba a tientas, enceguecido por la diabetes, y vociferaba: “¡Quiero mi insulina!”.

Todo parecía indicar que aquel incendio había sido intencional y que tal acontecimiento estaba enlazado con lo que sucedía en La Tablada. O sea, que ambos episodios formaban parte de la misma conspiración.

A media mañana se daba por hecho que un alzamiento carapintada en el RIM 3 había derivado en una batalla con fuerzas leales del Ejército.

Por lo tanto, sería la cuarta rebelión de los embetunados desde el otoño de 1987 en adelante.

Sin dudar de tal hipótesis llegué con el periodista Juan Salinas al lugar de los hechos. Habíamos sido enviados por la revista El Porteño.

Agazapados en la terraza de una casa sobre la avenida Crovara, frente al Puesto Nº 1 del cuartel y la Guardia de Prevención, nuestros ojos alcanzaban a ver los edificios próximos a la plaza de armas, envueltos por el relampagueo de las explosiones, los focos ígneos y las humaredas.

Al rato emergió un sargento con un fusil. Su carrera se detuvo junto al alambrado perimetral. Estaba exhausto e imploraba por un poco de agua.

Alguien le preguntó por los carapintadas. Y su respuesta fue:

–¿Qué carapintadas? ¡Son guerrilleros!

Resultaba difícil creerle. Pero ese dato fue confirmado poco después. Y que pertenecían al Movimiento Todos por la Patria (MTP), una organización de izquierda muy respetada en el campo popular.  

Con el correr de las horas se supo que las hostilidades habían empezado exactamente a las 6 de la mañana, cuando un camión de la empresa Coca Cola –previamente robado– embistió la barrera del acceso a la unidad, seguido por ocho vehículos.

Un grupo de 14 personas debía llegar a los galpones del fondo, como a 600 metros de la entrada, donde estaba el sector de los tanques. La idea era tomar el control de los mismos. Otras cuatro escuadras –de ocho integrantes cada una– se diseminaron en dirección  a ciertos puntos estratégicos.

Los atacantes incluían antiguos cuadros del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), encabezados por Enrique Gorriarán Merlo, a cargo del mando táctico de la incursión.

A los defensores del cuartel se les fueron sumando refuerzos al mando del general Alfredo Manuel Arrillaga y un grupo de artillería encabezado por el coronel Emilio Nani, además de efectivos de la Bonaerense y la Federal. En términos numéricos, había 3600 militares y policías contra 46 guerrilleros.

Tal disparidad incidió en la sobreactuación defencista de los militares y policías que retomaron el control de la unidad con la demora necesaria como para capitalizar la televisación de la refriega.

En la acción murieron 32 guerrilleros, incluidos nueve fusilados luego de rendirse; también hubo cuatro desaparecidos. Entre los militares y policías se registraron once bajas y 20 heridos.

El 15 de octubre de aquel año la Cámara Federal de San Martín impuso condenas a perpetuidad a los guerrilleros sobrevivientes.

Gorriarán fue detenido en México a mediados de 1995, en un operativo irregular de la Side y también fue condenado.

Todos ellos jamás dejaron de sostener que el ataque tuvo el propósito de frenar un golpe de Estado planeado por el sector carapintada.

El 8 de enero de 1999 visité a Gorriarán en la cárcel de Villa Devoto. Y allí hablamos al respecto. “Lo que nos alertó –dijo, al encender un cigarrillo– fue enterarnos de las reuniones del menemismo con el coronel Mohamed Alí Seineldín (NdR: el ataque a La Tablada ocurrió en los últimos meses del gobierno de Raúl Alfonsín). Eso me enteré por un informe de un agente de la Guardia Nacional panameña que había estado conmigo en Nicaragua durante la guerra contra Somoza. Y lo corroboramos por varias fuentes”.

Sin embargo, otra hipótesis desliza la posibilidad de que aquel hombre tan fogueado en los ambientes de la contrainteligencia guerrillera haya sido en realidad víctima de una manipulación informativa efectuada por algún agente del Ejército. Lo cierto es que los detalles específicos de cómo los militantes del MTP accedieron al presunto acuerdo del menemismo y los militares para conspirar contra Alfonsín seguían siendo un secreto que el “Pelado” –tal como todos llamaban a Gorriarán– guardaba bajo siete llaves.

Al respecto, dijo: “Recién vamos a blanquear este punto cuando todos nosotros estemos en libertad».

No menos cierto es que él seguía mostrándose convencido de que diez años antes había abortado un golpe de Estado. Así lo manifestó aquella tarde, cuando un guardiacárcel dio por finalizada mi visita.

Lo volví a ver en dos oportunidades: una en Devoto, y la última, luego del indulto firmado en 2003 por el presidente interino Eduardo Duhalde, que puso en libertad a todos los condenados por lo sucedido en La Tablada. 

Aquella vez tampoco reveló ese gran enigma.

Tres años después, un ataque al corazón hizo que aquel hombre cálido y algo impulsivo se llevara ese secreto a la tumba.