El fiscal federal Diego Luciani iniciará mañana la primera de las nueve audiencias que dedicará a pedir penas para todos los imputados en el juicio por la adjudicación de obra pública a la provincia de Santa Cruz entre 2003 y 2015. Las defensas de los acusados esperan pedidos altos que, en el caso de la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner podría incluso llegar a un reclamo de condena de dos dígitos. Lo mismo o más para el empresario Lázaro Báez.

Hasta en la Corte Suprema están atentos a lo que ocurra a lo largo de las próximas tres semanas (eso insumirá el alegato que Luciani compartirá con el fiscal adjunto Sergio Mola)  porque saben que el pedido de pena será un hecho mediático con un alto impacto político, en pleno relanzamiento del tramo final de la gestión del gobierno de la mano del poliministro Sergio Tomás Massa.

Hacia finales de agosto la dupla fiscal anunciará cómo considera que debería concluir el primer juicio oral contra la vicepresidenta. Desde hace semanas se ha instalado que los jueces Jorge Gorini, Rodrigo Giménez Uriburu y Andrés Basso –a quienes CFK vapuleó cuando declaró en el juicio- la condenarán. “Este es un tribunal del Lawfare. Que seguramente tiene la condena escrita. No me interesa. A mí me absolvió la historia. Y a ustedes seguramente los va a condenar la historia», bramó la vicepresidenta en aquella ocasión.

¿El desembarco de Massa como una suerte de primer ministro con generosa acumulación de poder puede influir en el panorama judicial, incluido el futuro de CFK?

La designación de Massa cayó bien en el ámbito judicial. El nuevo superministro tiene una buena llegada a Comodoro Py, no sólo con algunos actuales jueces de primera instancia del fuero federal sino también con quien fue el principal enemigo del kirchnerismo en ese ámbito, el difunto Claudio Bonadio. Tanto es así que en anteriores aspiraciones presidenciales de Massa el propio Bonadio había deslizado entre sus más cercanos la posibilidad de ocupar un ministerio, acaso el de Seguridad.

El ex juez federal platense Carlos Rozanski recordó en estos días mediante la red social Twitter el vínculo del nuevo ministro de Economía con otro odiado por el kirchnerismo, el fiscal Carlos Stornelli. 

Y hay más.

Pero los vínculos de Massa aparecen limitados en relación con los problemas judiciales de la vicepresidenta. “No perfora a la Casación”, grafican en el Palacio de Tribunales. Dicho de otro modo: no tiene llegada (fluida, al menos) en la instancia que deberá revisar una eventual condena contra Cristina Kirchner.

Sí, en cambio, cuenta con una “predisposición positiva” del sector que hoy detenta el poder en la Corte Suprema, que encabeza Horacio Rosatti. Con el de Ricardo Lorenzetti –a quien conoce más institucional que personalmente- la situación actual parece rozar, alcanzar e incluso superar la desconfianza. De todos modos, el sector dominante ya le  envió un mensaje informal: “Diálogo sí, injerencia no”. Es ambiguo, casi contradictorio: una cosa va de la mano de la otra.

En la Corte la sensación es que CFK, aun cuando consiguió dejar atrás varios de los expedientes judiciales en los que estaba procesada, dilapidó dos años y medio para poner todo en orden. Y ese déficit también se lo adjudican a la falta de gestión de Alberto Fernández, el hombre que ella eligió para ser presidente.

¿Puede el Poder Judicial sacar a la vicepresidenta de la arena electoral con un fallo? En términos legales, no. No hay forma cronológica de que una eventual condena en su contra quede firme antes del próximo proceso de renovación presidencial. Los cálculos indican que el tribunal oral federal que la juzga en la Causa Obra Pública podría dar a conocer el veredicto mientras se esté disputando el Mundial de fútbol de Qatar, que comenzará en noviembre. En un juicio de estas características, los fundamentos se conocerán a principios de 2023 y el proceso de apelaciones, más la instancia de la Corte Suprema, tornan imposible que el fallo -cualquiera sea-, obtenga fuerza de “cosa juzgada” antes de los comicios de 2023.

No es allí adonde apunta la hipótesis de la condena sino al impacto social de una decisión judicial de esa naturaleza. Además, hay también cierto ánimo indisimulado de revancha: muchos jueces y fiscales que sintonizan con Juntos por el Cambio conocen cuánto le perturba a Mauricio Macri que le recuerden que asumió la presidencia procesado por las escuchas ilegales cuando era jefe de gobierno de la Ciudad de Buenos Aires.

¿Hay pruebas para condenar a los imputados en el juicio por la obra pública? Las defensas coinciden en que el juicio debería terminar en absoluciones a granel. Pero hay un antecedente que puede cambiarlo todo: el 24 de febrero de 2021 el Tribunal Oral Federal número cuatro condenó a Lázaro Báez y a otros imputados por lavado de dinero que, según el voto de mayoría, provino en buena medida de la corrupción en la obra pública de Santa Cruz.

Para que haya lavado debe existir un “delito precedente” que genere ese dinero ilegal que necesita ser lavado para introducirlo con apariencia de legalidad al circuito financiero. En aquel fallo que condenó a Báez, los tres jueces coincidieron en que la evasión impositiva fue uno de los mecanismos para generar ese dinero que precisaba ser lavado. Pero mientras el voto de minoría sostuvo que fue el único mecanismo, los dos jueces que conformaron mayoría dijeron que parte del dinero provino de la corrupción en la obra pública.

Allí hay una encerrona. Acaso una mala ingeniería en la construcción judicial cuyo principal objetivo es CFK. Y, también, un condicionante para que el juicio por la obra pública termine forzadamente en condenas.

Si el tribunal que mañana reanudará el juicio resolviera que no hubo defraudación con las obras en Santa Cruz, la condena por lavado sólo se sustentaría en la evasión impositiva. Consecuencia: Cristina Kirchner absuelta y Lázaro Báez muy beneficiado. No es ese el resultado que espera la corporación judicial.

Pero si el tribunal decidiera que sí hubo corrupción en la obra pública –y condenara a la vicepresidenta- tambalearían al menos ocho causas por evasión contra Báez e incluso la quiebra de su grupo empresario, Austral Construcciones.

La compleja alquimia tiene una explicación simple. El Estado no podría querer cobrarle impuestos a un delito. A nadie se le ocurriría pedirle a un narcotraficante que pague impuestos sobre lo que recauda con la venta de drogas.  La principal perjudicada sería la AFIP. Y el dinero, que también es “la nuestra”, no parece importarles demasiado.