Trémulo, ensimismado y con la mirada huidiza. Así, tras meses de ausencia, fue visto Gerardo Milman el 28 de marzo en su banca de la Cámara Baja.


Tal escena, televisada en vivo por la señal C5N, sorprendió en su hogar al ya eyectado ministro de Seguridad porteño, Marcelo D’Alessandro.


El primero había cargado sobre sus hombros la responsabilidad de ser el principal operador de Patricia Bullrich en su ensoñación presidencialista, antes de que una frase suya –“Cuando la maten (a Cristina Fernández de Kirchner) yo ya estaré en la Costa”– dejara al desnudo, además de su conocimiento del plan para liquidarla, su gran debilidad por los placeres arancelados de la carne y las dádivas, entre otras disfunciones.


El segundo era nada menos que la estrella del gabinete de Horacio de Horacio Rodríguez Larreta (que también desea llegar a la Casa Rosada). antes de que su escapadita a Lago Escondido y sus chats con Silvio Robles –la mano derecha del presidente de la Corte Suprema, Horacio Rosatti– hicieran de él un cadáver político.
Pues bien, pese a que ambos atribuyen sus desgracias a “operaciones del kirchnerismo”, es un secreto a voces en los pasillos de Juntos por el Cambio (JxC) que la doble vida de Milman fue difundida por el larretismo, mientras que el hackeo del teléfono celular de D’Alessandro fue efectuado por orden de Bullrich, con la venia del mismísimo Mauricio Macri.


Ya se sabe que esto último lo confinó en una “licencia” de 12 semanas, seguida recientemente por su “renuncia” ordenada expresamente por Larreta.


En su lugar acaba de ser designado Eugenio Burzaco, otro viejo pájaro de cuentas. Bien vale reconstruir su historia.


Ante todo, en lo que va de la gestión larretista en la CABA, se trata del quinto sujeto –después de Martín Ocampo, Diego Santilli, D’Alessandro y Felipe de Miguel (de manera interina) – en ocupar ese cargo.
Además, el flamante ministro se diferencia de sus antecesores por ser un experto en lo que hace a la represión política, al punitivismo social y tal vez el único en su especialidad sin lazos actuales con la señora Bullrich. Esto último, luego de que fuera nada menos que su viceministro entre 2015 y 2019, cuando Milman era secretario de Seguridad Interior. El PRO es un pañuelo.


Pero vayamos por partes.


Hijo del secretario de Medios en la primera época del menemismo, este individuo de 52 años exhibe impecables antecedentes académicos: licenciado en Ciencias Políticas por la Universidad del Salvador y un máster en Políticas Públicas de la Georgetown University. Devoto de Jesús, de la Madre Teresa de Calcuta y profundamente católico, su pysique du rol –corpulento como un rugbier, mandíbula cuadrada y ojillos sin brillo– cuaja de modo lombrosiano con, diríase, su “vocación de servicio”. Tanto es así que, en 2001, registra un paso por la SIDE que no figura en su currículum.


Ya en 2004 se puso a disposición del entonces gobernador de Neuquén, Jorge Sobisch, a quien asesoró por dos años. En tal lapso, aquella provincia se convirtió en el centro neurálgico de la “mano dura”. En lo estadístico, durante el período en que se aplicaron allí sus conocimientos hubo mil denuncias por abusos policiales con una notable profusión del “gatillo fácil”. Cabe destacar que entre sus víctimas fatales resalta, en 2006, el docente Carlos Fuentealba.


Luego pasó a cumplir idénticas funciones en Mendoza, cuya fuerza de seguridad era por entonces una de las más brutales del país. Burzaco trabajó allí codo a codo con el ultraconservador ministro de Seguridad, Juan Carlos Aguinaga, y el jefe policial, Carlos Rico Tejeiro, quien tuvo que renunciar al descubrirse su pasado como represor durante la dictadura. Como coletazo de dicha circunstancia, Burzaco tuvo que regresar a Buenos Aires.
Entonces se sumó a la fundación Pensar, donde hizo excelentes migas con Julio Cirino, un ex agente del Batallón 601 que terminó preso por delitos de lesa humanidad durante la dictadura.


A continuación, fue coptado por el Grupo Sophia con el padrinazgo de Larreta. De su mano fue elegido diputado del PRO. Fue su bautismo de fuego en el universo macrista.


A fines de 2007, con Macri ya al frente de la Jefatura de la Ciudad, él fue nombrado funcionario del Ministerio de Seguridad porteño, participando activamente en la creación de la Policía Metropolitana.


Allí se vio involucrado en el denominado “macrigate”, el primer caso de espionaje impulsado por el heredero del Grupo Socma. Por tal razón tuvo que someterse a una declaración indagatoria. Pero el asunto no le vino mal, ya que, tras la eyección de los primeros jefes de dicha mazorca –los comisarios Jorge “Fino” Palacios y Osvaldo Chamorro –, él pasó a ser su jefe civil.


En aquel contexto fue procesado por su presunta responsabilidad en la masacre policial del Parque Indoamericano, a fines de 2010, cuyo saldo fue de dos muertos y 30 heridos. Esa causa quedó en la nada.
Pero no todo en él fue praxis, dado que a la vez volcó su sapiencia en el libro Mano Justa, junto al cual la obra del ex comisario Palacios, Terrorismo en la aldea global, posee el candor de El Principito.


Ya a partir del 10 de diciembre de 2015, cuando Macri llegó al Sillón de Rivadavia, el bueno de Burzaco fue designado como el segundo en jerarquía del Ministerio de Seguridad de la Nación –con rango de secretario de Estado–; o sea, su máxima autoridad después de Bullrich.


Pero no todas fueron rosas para él. Porque la creciente desconfianza que ella le profesaba –a pesar de que, por orden de Macri, no le pedía la renuncia– hizo de ese hombre una figura espectral en dicha cartera. Sin ningún poder de decisión ni tareas a su cargo, él pasaba las horas, los días y los años como un cautivo en su despacho, a la espera de un tiempo más amigable.


Ahora la vida le regala una segunda oportunidad. «