En los barrios privados viven miles de personas que no siempre pertenecen estrictamente a la «élite argentina». No es un mapa sencillo además el de esa élite, que incluye a los countries, aunque también se pueden suponer vasos comunicantes entre Villa Crespo y San Isidro. Sin embargo, cada vez son más. Si a mitad de los años ’90, 1500 personas vivían en countries, hoy son más de 300 mil. Es la historia de una fuga hacia adelante de quienes huyeron de la gentrificación y la inseguridad en pos de una utopía asible de bienestar. Pero lo contrario de los neorrurales que «huyen a la naturaleza» tras las sierras, estas familias «crean una».

Nos preguntamos qué nuevo contrato social se actualiza puertas adentro, cómo es «vivir afuera» del Estado, donde los servicios son gestionados por los vecinos y su capacidad de pagarlos. ¿Qué es Nordelta? ¿Un Estado a espaldas del Estado creado por el mercado? «¿Cómo vivirán en el country?», se pregunta gente cuya respuesta ya podría ser: «preguntale a tu amigo, amiga o amigue, no te hagas el que no conocés a nadie». Políticos, intendentes, futbolistas, jueces, empresarios, dealers, arquitectos, abogados, cineastas, actores, productores, comerciantes, periodistas. En este país de timbas, en esta ruleta donde un 80% se autopercibe de clase media, ya no nos separan cocodrilos y muros de «la vida en un country». Están ahí, más cerca de lo que decimos. Maristella Svampa escribió Los que ganaron. La vida en los countries y barrios privados, se filmaron películas también (Las viudas de los jueves, Una semana solos) en la última década. Es un género que completa la fascinación por el Conurbano. La instalación de estos barrios profundiza contrastes e impacta en el ambiente de las zonas, porque asume privilegios desmedidos en el uso de recursos o devora humedales.

El ciclo evolutivo de las clases medias acaso sea la tendencia a terciarizar todo: nos limpian la casa, nos pasean a los perros, tenemos prepaga y home banking, no hacemos filas, usamos Rappi. Privatizar la vida. La década anterior midió su ganancia en la accesibilidad a ese mismo proceso. Consumo y derechos humanos. Estos años de «grieta» y crecimiento 0, fortalecen una tendencia violenta de defensa de la desigualdad. Menos de lo mismo.

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Hace poco otro hecho expuso la vida en Nordelta: el «conflicto» por el mate que se viralizó cuando algún sátrapa exhibió el audio de una vecina despotricando contra la bebida nacional usada en los espacios «públicos». La vecina no quería mate en la pileta. Eduardo Costantini, creador de esta isla de utopía, fue a la mateada que organizaron como repudio.

Pero este conflicto reciente expone las costuras sociales del barrio privado: la desesperación con que estos vecinos arañan las paredes en pos de constituirse con rigor de clase en «una clase». Estos chismes ventilados parecen síntomas de ese esfuerzo por subrayar las desigualdades. El audio del mate expuso ese aspecto como nada: vine a distinguirme.

Nordelta fue «más lejos» que otros barrios: tiene colegio, shopping, banco, salud privada, capilla y supermercado que contribuyen al diseño de su sociedad en apariencia perfecta. Alejandro Galliano y Hernán Vanoli en Los dueños del futuro reconstruyen la génesis de este emprendimiento cuando tallan el perfil de Costantini. Leemos: “La Revista Nordelta es una publicación interna de distribución gratuita editada por Juana Costantini, hermana de Eduardo. Entre sus contenidos sobre ecología, paisajismo, deportes y arquitectura, puede leerse la filosofía comunitarista de la ciudad-pueblo: ‘Como hizo Augusto en la Roma Antigua, Eduardo Costantini llamará a algún Virgilio para que escriba algún argumento, por qué no. Pero tendrá que haber algún espíritu que vaya gestándose. Hay que crear una cultura Nordelta’, profetizaba con espíritu latino un editorial de 2004.”

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Hay dos temas simultáneos en la rebelión de trabajadoras que conocimos esta semana:  1) cómo es la vida en barrios privados según el juicio de estas gloriosas Rosa Parks que dijeron basta a una de las formas de abuso que sufren impunemente; 2) la relación de las capas medias y altas con estas trabajadoras (dentro y fuera de los barrios privados). El abuso laboral no lo inventaron los barrios privados, sólo que en ellos se aumenta la vulnerabilidad de las trabajadoras.

El conflicto puntual es con la empresa MaryGo, que vive del traslado de personal y vecinos. Las trabajadoras denuncian que la empresa es solidaria al pedido de no subirlas. Eso: no pueden hacer uso del único medio de transporte que conecta Nordelta con otros puntos urbanos. Quienes a diario se mueven por $ 40 que duplican el valor de un boleto prefieren no hacerlo junto a estas trabajadoras que les cuidan los hijos, limpian la casa y les cocinan. Según ellas, las prohibiciones que la empresa aceptó surgieron por comentarios a causa del «mal olor» (que es el olor a los productos de limpieza, como la lavandina), el «exceso» de charla o el idioma («hablan guaraní»). Básicamente el denunciante imagina que MaryGo es una extensión de su «retiro». No es que no convivan con «ellas» en el barrio, pero no en esa virtual horizontalidad del colectivo. El derecho a la desigualdad.

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El problema del «personal doméstico» es uno de los temas de culo sucio de la sociedad argentina. Otro podría ser el ahorro (todos queremos guardar dólares, como indica Florencia Angilletta, «nuestro inconsciente económico se estructura en dólares aunque no los tengas»). Dice Angilletta: «Los dos vinculan el mismo problema: dinero –qué somos capaces de pagar para no hacer y qué somos capaces de hacer para poder ahorrar– y este otro: qué pasa con la ‘trabajadora de casa particular'», la que además porta información sobre familias de las burguesías argentinas. Desde las grandes hasta las burguesías pequeñas-pequeñas.

La foto de 2008 fue la de esa señora que bajó a hacer tronar sus cacerolas contra Cristina. Se la ve junto a su joven empleada, que con gesto cansino golpea la cacerola por ella. ¡Para qué! ¡Imaginemos el picnic nac y pop que nos hicimos con esta imagen nacida para inmortalizar prejuicios! Pero, «¿todos la tenemos ‘en blanco’?», podría ser la pregunta espectral que congela todos los deditos levantados apuntando a Nordelta. Es más fácil tener el pañuelo verde que la empleada ‘en blanco’, escuché decir. Pero en Nordelta actúa una crueldad explícita: no hay «culpa» ni simulación, sino patrones que no dejan subir a un bondi. Es el tan clamado derecho de circulación al revés. Y la Izquierda Diario ofreció la escena de estas mujeres que dieron la pelea en la puerta del barrio.

El problema de esta «formalidad laboral» reside también en el lenguaje: ¿cómo las nombramos? ¿Mucama, sirvienta, empleada doméstica, «la chica que nos ayuda en casa»? Gente de izquierda y/o «culposa» las llaman «la chica que nos ayuda», incorporando el término colaborativo de las plataformas de trabajo 4.0 (Rappi). ¿Qué nos inhibe? ¿Que en el hecho de emplear a alguien para tareas domésticas subrayemos una condición de clase que nos acerca, nos espeja o nos asimila a Nordelta? «Vine a la marcha porque dejé a los chicos con la chica en casa». ¿Somos militantes y empleadores, freelancers y empleadores, becarios y empleadores, profesionales y empleadores? Hay en esta relación una información tan precisa de nosotros mismos que preferimos diluirla. Estas trabajadoras llevan en su sombra los secretos de las capas medias. Y por eso… ¿cómo nombrarlas? La Ley 26.844 promulgada en abril de 2013 fija un régimen especial y un lenguaje: son trabajadoras. En esa ley está una de las mejores herencias kirchneristas.

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Hay en la figura de trabajadoras el espejo de algo social que se arrastra en el tiempo. Vayamos a 1949, año de la Constitución peronista. Una pareja acomodada sale. Va al teatro. Dejan al bebé en casa con la «empleada doméstica». Vuelven y encuentran un fantasma: la chica con el vestido blanco de novia de la esposa parada mientras sostiene una bandeja con el dulce bebé asado. Ahh. «El mito del bebé asado.» Sin entrar en las lecturas psicoanalíticas de Marie Langer o sartreanas de Sebreli, podemos apuntar apenas a que el mito reelaboraba el trauma del revanchismo de clase que parecía sostener al peronismo según la «clase acomodada». Y con su fuerza de rumor proyectó otro mito que Ernesto Sabato elaboró en su libro contra Mario Amadeo (El otro rostro del peronismo): las mucamas que lloraron la caída del peronismo en la casa de una familia que la celebraba. Escribe Sabato: «Aquella noche de setiembre de 1955, mientras los doctores, hacendados y escritores festejábamos ruidosamente en la sala la caída del tirano, en un rincón de la antecocina vi cómo las dos indias que allí trabajaban tenían los ojos empapados de lágrimas. Y aunque en todos aquellos años yo había meditado en la trágica dualidad que escindía al pueblo argentino, en ese momento se me apareció en su forma más conmovedora». Sabato baila con la india vestida de blanco en los bosques de Ezeiza, copula la futura alianza de clases que hará nacer a la juventud maravillosa: los hijos de los que festejan la caída de Perón se harán peronistas.

Rafael Bielsa confesó con honestidad haber vivido bajo el mandato de esa escena: «me hizo peronista la empleada». Es el subsuelo de esta peronización: la leyenda fantasmagórica de todos los que se hicieron peronistas nacidos en casas gorilas y criados por empleadas peronistas.

Hay otra dimensión de este «encuentro» de clases puertas adentro: la violencia. Las trabajadoras y el debut sexual de los púberes, las trabajadoras y las amantes de los maridos. ¿Cuántas veces lo escuchamos?, ¿lo pudimos realmente escuchar? Dijo una de las trabajadoras que cortó el acceso a Nordelta: «el acoso de parte de los esposos de las señoras». ¿Se escucha ahora eso? Los esposos de las señoras. «¿Lo denuncian?», le preguntó Marcelo Zlotogwiazda. «No se animan», dijo la entrevistada.

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«Ante el aumento de la violencia, el que tiene se protege, el que no tiene queda desprotegido.”, le explicó Costantini al periodista Diego Genoud. Afuera de Nordelta no todas están precarizadas, pero sí más protegidas en esa «desprotección» del patrón y patrona. Pueden usar el transporte público para ir a trabajar. Les paguen o no viáticos, nadie las puede bajar. En el único transporte a Nordelta no las dejan subir.

Las crónicas de estos días repetían: increíble que en el siglo XXI pasen «cosas así». Disidencia: «esto» también es el siglo XXI. No es algo viejo que retorna, es algo que perdura y se renueva. Estas miles de «relaciones laborales» ansían un ideal de la Argentina peronista: las mediaciones legales y organizativas que separan al patrón del empleado, incluso adentro de casa. Ese vestido de novia entre trabajadores y Estado. «