Sólo falta la venia del Senado para que la generala de cuatro estrellas Laura Richardson asuma la conducción del Comando Sur de Estados Unidos, el templo militar que santifica todos los golpes de Estado ocurridos y por ocurrir en América Latina. Lo que falta es una formalidad, porque los votos ya están asegurados, y no sólo por una cuestión de cortesía hacia el presidente Joe Biden, que es quien la designó, sino porque para ciertos y determinantes sectores los antecedentes de la señora no admiten reparos, ni profesionales ni políticos.

Demócratas y republicanos darán gustosos el voto de confirmación para la mujer que al frente de las escuadras de helicópteros ha bombardeado con impecable precisión ciudades y blancos móviles de Irak y Afganistán, hospitales y escuelas incluidos.

Apenas propuesta, y contra lo que por pura prudencia se estila, la generala tuvo su primer admirador: el venezolano Carlos Vecchio, “embajador” en Estados Unidos del pseudo presidente Juan Guaidó, quien la calificó como una “gran amiga” de Venezuela. “Con ella, como hasta ahora, seguiremos trabajando para cambiar las cosas y fortalecer nuestra cooperación para tener una región mucho más democrática y próspera”, dijo.

Ahora lloverán los elogios, empezando por la obviedad de decir que será la primera mujer que tendrá una posición de tal envergadura en el comando Sur: el único antecedente es el de Lori Robinson, quien dirigiera el Comando Norte entre 2016 y 2018. Hasta se dirá que su presencia al mando de más de un millón de soldados, el manejo de las bases estadounidenses distribuidas por la región y la supervisión de las usinas donde se planifican las guerras, incluso las cibernéticas, es un símbolo de una nueva política de género. Mientras Dios y la patria lo dispongan –al menos los próximos cuatro años demócratas en la Casa Blanca– serán suyas la base de Valparaíso, Chile; los laboratorios de la NAMRU en Perú, Honduras y Galápagos; la versión judicial de la Escuela de las Américas, en El Salvador, y la auténtica Escuela de las Américas, la gran fábrica occidental de genocidas y torturadores situada en Fort Benning (Georgia).

Generales, almirantes y brigadieres –y por obediencia debida desde los coroneles hasta los cabos– tenderán la alfombra roja cada vez que la señora aparezca en el horizonte. Todos sabrán entonces que tomó los hábitos cuando tenía 17 años, cambió las sandalias por los borceguíes y nunca más volvió a vestir polleras y blusitas, “incluso de entrecasa”, escribió su hija en un relato escolar. Con 25 años, graduada como piloto de combate de los UH-60 Black Hawk que han hecho estragos en Asia, fue destinada a Corea del Sur. Allí conoció a James, un subordinado con quien tendrían una hija y le brindaría su apellido (Richardson). Las impertinentes biografías dicen que fue en Corea donde se anotó el único punto oscuro de su currículum, amonestada por una relación furtiva que el ejercito estadounidense consideró inconveniente.

Pronto hará su primera gira latinoamericana, visita de “inspección” las llama el Pentágono. Tiene escalas obligadas, las mismas que hace quien la antecede, el almirante Craig Faller. En El Salvador hará una parada atípica. Allí opera la Law International Enforcement Academies  (ILEA), que no es un clásico colegio militar. La llamada nueva Escuela de las Américas se creó para entrenar a policías, jueces y fiscales en la cacería del “crimen organizado”, esos delitos “extraordinariamente peligrosos para la seguridad interna de Estados Unidos”, según la definición de Barack Obama. En Honduras la espera la Base Aérea Soto Cano, donde recientemente la Naval Medical Research Unit (NAMRU) abrió una nueva sede –hermana de las radicadas en Perú y Ecuador–  destinada a desarrollar armas biológicas.

Hacia el sur tendrá las instalaciones de Aruba y Curaçao, montadas en alianza con Holanda, siete bases propiamente militares en Colombia, el Centro de Lanzamientos Aeroespaciales de Alcántara (Brasil) y, ya en Chile, el Centro de Entrenamiento para Operaciones de Paz de Fuerte Aguayo, Valparaíso. Oficialmente nunca se dijo por qué el Comando Sur financió esa construcción de alto nivel que simula una verdadera ciudad. El periodista especializado Pablo Ruiz y la investigadora Alicia Lira, ambos chilenos, creen que el Centro es, en realidad, una base de  entrenamiento “en contrainsurgencia donde se dio instrucción militar y donde hubo y quizás siga habiendo presencia de marines”. Ruiz agrega un dato revelador: “Se sabe –dijo– que los militares norteamericanos compran gasolina en nuestro territorio, lo que hace suponer que Chile es una base de tránsito para el ejército de Estados Unidos”.

Aunque desde hace seis años el Pentágono despliega un programa llamado Proyecto Cíber, o Plan X, orientado a desarrollar las “cibercapacidades” de los mejores alumnos egresados de la prestigiosa Academia de West Point, en Nueva York, poco se sabe sobre él. Es, según Army Times, una publicación dirigida a la cofradía castrense, “la última y más novedosa rama de la carrera militar del ejército”.

Richardson no tiene antecedentes en la materia, pero el Comando Sur, y ella como gran organizadora que es, tendrá un papel distinguido en esta Agencia de Proyectos de Investigación Avanzados de Defensa (DARPA). Si el Plan marcha y DARPA hace honor a sus antecedentes –el lanzamiento de ARPANET, el programa precursor de Internet, y luego la tecnología en la que se sustenta el sistema de navegación GPS– la generala podría tener desde allí una nunca imaginada plataforma de lanzamiento.