Quedate quieto, hijo de puta!”, rugió, con un jadeo furioso, el uniformado que le engrillaba las muñecas por la espalda. Otro lo tenía aplastado contra el suelo con una rodilla en la nuca. Y un tercero bramaba: “¡Matalo! ¡Matalo!”, con la actitud de quien alienta a un boxeador al instante de noquear a su rival. Junto a él, cuatro suboficiales observaban la escena en silencio. Más atrás, cruzado entre dos patrulleros a la salida del peaje de Dock Sud, en la autopista Buenos Aires-La Plata, se encontraba el taxi del cual el presunto malviviente había sido arrancado a culatazos y patadas. Un operativo de rutina articulado a puro olfato policial. 

Pero, de pronto, el taxista gritó: “¡Paren! ¡Es Gaibor! ¡Paren!”

Era nomás Gaibor, Fernando Gaibor, el volante ecuatoriano que brilla en Independiente. El “malentendido” tuvo lugar en la tarde del 12 de marzo.

Si eso le ocurrió a un futbolista más o menos célebre y millonario, ¿qué les espera a los jóvenes de los arrabales del territorio provincial más vasto y complejo de la Argentina? Claro que el Estado nunca fue muy “amigable” con ellos. Pero desde diciembre de 2015 –y con un “gradualismo” trepidante–, la Bonaerense y las policías locales empezaron a actuar allí como un ejército de ocupación.

Ya se sabe que el gobierno de María Eugenia Vidal jamás disimuló sus dos grandes obsesiones en materia de seguridad: control del espacio público y disciplinamiento social.

Al respecto, la presencia cotidiana de tropas policiales con apariencia robótica en cada corte de calles y caminos, en cada movilización, frente a cada planta fabril que cierra y en toda protesta, ya es parte de un paisaje en vías de naturalizarse ante los ojos de los “vecinos”. Como si la represión fuera –bien al estilo PRO– una contrariedad exclusivamente administrativa. Un trámite incómodo aunque necesario. Algo incluido a último momento en el ABL. Y a la vez un acto quirúrgico sin ideología de por medio. Una proverbial visión de CEOs volcados a la gestión pública.

A tal panorama cabe sumar la realización de “controles poblacionales”, así como se denominan las razzias en barrios pobres; las constantes vejaciones a niños indigentes que circulan en espacios públicos vedados para ellos por las leyes no escritas del apartheid; las capturas callejeras de adultos jóvenes por razones lombrosianas; el despojo de mercaderías a manteros y el sistemático hostigamiento a inmigrantes, entre otras variadas delicias. Una dialéctica de la “seguridad pública” como valor supremo que el macrismo impuso en la vida cotidiana con siniestra eficacia. Y que la “parte sana” de la sociedad aclama. 

Lo notable es que aquella política sea ejecutada por una mazorca que se autofinancia y que, por ende, se autogobierna. El secreto de su acatamiento a los dictados del poder civil: demagogia punitiva a cambio de condescendencia con los negocios policiales.  

Pero se trata de un pacto criminal cuyos estrepitosos resultados son en la actualidad ensombrecidos por salvajadas más ruidosas en manos de fuerzas federales y de otras provincias; a saber, desde los asesinatos en la Patagonia de Santiago Maldonado y Rafael Nahuel hasta la “doctrina Chocobar”, pasando por el caso de Facundo Ferreira, el niño fusilado por la espalda en Tucumán. Actos que la ministra de Seguridad de la Nación, Patricia Bullrich, instiga y aplaude. En medio de dicho contexto, la Bonaerense hasta parece la versión criolla de la Guardia Suiza. Una ilusión óptica, desde luego. 

Bien vale entonces repasar sus últimos dos años y tres meses de historia. 

La herencia recibida

El diputado del Frente Renovador, Felipe Solá, supo alguna vez oficializar lo que ya era un secreto a voces: la designación del comisario Pablo Bressi en la jefatura de la Bonaerense “fue pedida por la Embajada (norteamericana) y la DEA”. El dato –según su relato– le fue confiado en diciembre de 2015 por el aún flamante ministro de Seguridad provincial, Cristián Ritondo. Sin embargo, eso era apenas una verdad a medias: días antes Ritondo había tratado el asunto con su antecesor, Alejandro Granados, y con el jerarca policial saliente, Hugo Matzkin. Allí fue donde el salto hacia la cima de Bressi –un comisario muy cuestionado– terminó dado por hecho.

Lo cierto es que la llegada de la señora Vidal al primer despacho de La Plata fue para ella y su equipo algo tan sorpresivo que no hubo tiempo para planificar debidamente una política hacia la agencia policial más díscola del país. La solución fue recurrir a la “herencia recibida”. Dicho de otro modo, las nuevas autoridades resolvieron servirse de la estructura policíaca y ministerial dejada por la administración anterior. Eso fue lo tratado en aquel cónclave con Granados y Matzkin. Tal reflejo continuista resultó un canto a la autonomía de La Bonaerense. Y de tamaño acuerdo, Bressi era la frutilla del postre. Matzkin tocaba el cielo con las manos. Ya en situación de retiro jubilatorio, él bregaba por perpetuarse en la fuerza a través de su delfín. Un atrevimiento que desató una encarnizada puja entre las líneas policiales por espacios de poder.

De hecho, mientras Bressi afinaba el organigrama de su propia cúpula, en el comisariato se encendía el fuego de la discordia. La manifestación inicial del encono interno fue –ya en febrero de 2016– el escandaloso arresto de tres oficiales afines a Bressi por dar protección a narcos de Esteban Echeverría. Y semanas más tarde, el extraño decomiso en la Jefatura Departamental platense de sobres con dinero –apenas $ 150 mil–, episodio que, particularmente, enlodó el buen nombre del comisario Alberto Domsky, ex jefe de aquel coto y desde entonces en la nueva plana mayor. Dos típicos pases de facturas entre sectores uniformados.

No obstante, las advertencias “anónimas” al Poder Ejecutivo fueron más sinuosas. Por un lado, las facciones disconformes de la corporación policial incurrieron en la táctica de “poner palanca en boludo”, como en la jerga policial se le llama al trabajo a reglamento. Al mismo tiempo, estallaba en el Gran Buenos Aires una escalada de sugestivos delitos. Prueba de ello fue una súbita ola de secuestros exprés, como el del fiscal general de Lomas, Sebastián Scalera, y el del ex diputado duhaldista –y actual dirigente del PRO– Osvaldo Mércuri. También hubo asaltos no efectuados justamente al voleo, como el de la casa del mismísimo intendente de La Plata, Julio Garro, y el ocurrido en el hogar del ministro de Gobierno, Federico Salvai. Una simple demostración de fuerza con el sello de la Bonaerense. 

La gobernadora había despertado así en el mundo real. Y muy rápida en sus reacciones, no dudó en convertir, por ejemplo, el asunto de los sobres en la nave insignia de su pretendida “guerra contra las mafias policiales”. Pero sin imaginar que en el marco de esa trama se desplomaría el primer cadáver en su escritorio: el del comisario Federico Jurado –uno de los procesados–, quien fue encontrado sin vida a comienzos de 2017 en su camastro de la Unidad 9 de La Plata. El pobre se había “tragado” su almohadón.  

La cuerda se iba tensando. 

El perro policía

El gran acierto institucional del comisario Bressi fue haber puesto en práctica un sistema recaudatorio idéntico al que imperó en la década del ‘90, durante el reinado del legendario Pedro Klodczyk: las “cajas” del área de Investigaciones eran administradas por el jefe de la fuerza y las del área de Seguridad, por el segundo en el mando; o sea, el comisario Rubén Fabián Perroni (a) “El Perro”. 

Pero para Bressi la gota que rebalsó el vaso de su gestión fue el arresto de su dilecto amigo, el comisario Alberto Miranda, quien estaba a cargo de las Plantas Verificadoras de Automotores. Su infortunio fue a raíz de una “batida anónima” sobre la llegada del tributo mensual. Otro soplo destituyente. Bressi entonces supo que tenía las horas contadas. Corría mayo de 2017.

Fue Matzkin, siempre en su rol de consiglieri oficioso del Ejecutivo con asiento en La Plata, quien “orientó” los términos de la sucesión. El elegido fue también un sujeto de su extrema confianza: nada menos que Perroni.

Aquel hombre, otro viejo pájaro de cuentas, había logrado el milagro de cultivar una imagen de policía comprensivo pero duro, inflexible pero humano y, sobre todo, impoluto, sin considerar las denuncias por torturas y vejámenes que arrastra en su legajo. De manera que con él empezó en la Bonaerense una era de paz externa y “prosperidad” interna.

Desde entonces, las únicas aristas escabrosas en materia de seguridad se desplazaron –en el sentido mediático, desde luego– hacia las policías locales, esas milicias primitivas y pésimamente entrenadas que el gobierno provincial puso al servicio de los intendentes.

El caso testigo en la materia es la de Lanús. Sus hitos: el brutal ataque al comedor infantil Los Cartoneritos, situado en Villa Caraza, donde repartieron bastonazos y patadas a más de 60 niños y adolescentes que se hallaban allí, junto a la extorsión –con un arresto ilegal matizado con golpes y amenazas– a un niño de 11 años –apodado el “Polaquito”– para que confesara asesinatos imaginarios en el programa de Jorge Lanata. Ambos casos fueron encabezados por el secretario de Seguridad del municipio, Diego Kravetz; su segundo, el ex comisario exonerado de la Bonaerense, Daniel Villoldo; y el jefe de la policía local, comisario Marcelo González. 

En tanto, las muy rentables trapisondas de la Bonaerense continúan sin descanso. Sus cajas principales: el tráfico de drogas, el robo de automotores y la piratería del asfalto. Un modelo de gerenciamiento delictivo que no excluye el ejercicio del gatillo fácil: en el feudo gobernado por “Mariu” sucede el 45% del total de los casos registrados en todo el país. Sólo que tal combo de atrocidades se ve beneficiado por el disimulo que le confiere la bestialidad punitiva que caracteriza a la ministra Bullrich en la conducción de las fuerzas a su cargo. Un más que oportuno regalo del destino. 