Para la narrativa del PRO, el partido de La Matanza –sólo por estar gobernado por la kirchnerista Verónica Magario– es un territorio maldito. Prueba de eso fue, por ejemplo, la notable amplificación mediática que mereció a mediados de abril el asesinato –en ocasión de riña– del colectivero Leandro Alcaraz. Y ahora, el frustrado copamiento de la comisaría 1ª de San Justo, donde resultó gravemente herida la sargento Rocío Villarreal. Tanto es así que los videos del tiroteo –oportunamente filtrados hacia el llamado «periodismo patrullero»– tuvieron una gran acogida entre el público televisivo. También fue difundida con detalles muy precisos la trama amorosa que une a la presunta «cabecilla» del ataque, Ludmila Bustamante, de 19 años, con Leandro Aranda, de 22, el hampón al que pretendía rescatar. Una historia atravesada por mejicaneadas y traiciones, digna de un film noir. Pero semejante suma de circunstancias dejó al descubierto una realidad oculta bajo la alfombra de los despachos oficiales: el uso carcelario de las comisarías, su hacinamiento extremo y las condiciones infrahumanas del cautiverio. Esa bomba de tiempo acaba de estallar.

Aun así, el ministro de Seguridad bonaerense, Cristian Ritondo, no dudó en esgrimir: «A los delincuentes los prefiero adentro, aunque estén apretados». 

Habría que preguntarle a la sargento Villarreal si opina lo mismo. 

Su tragedia personal se desencadenó el último día de abril, cuando con otros tres efectivos atravesaba las horas muertas del alba. Entonces se oyeron pasos, gritos y, finalmente, una andanada de tiros. Antes de caer, ella vaciló; tal vez la vestimenta policial de los agresores haya causado su titubeo. El resto del episodio ya se vio una y otra vez por TV. 

Esa fue la escena inicial de una dramaturgia desarrollada en tres planos: la saga delictiva de sus protagonistas, la batalla de los médicos para salvar a la uniformada herida y el triunfal esclarecimiento del caso.

Aranda, al parecer, había amasijado a su cómplice, un tal Nicolás Ojeda, luego de que ambos le birlaran 70 kilos de cocaína a un narco capitalino. Por tal desliz fue detenido el 17 de agosto de 2017. Desde entonces languidecía en la 1ª de San Justo. Desde allí –según la versión ministerial– empezó a planear su fuga. En ese punto –siempre según esa versión– entró a tallar la intrépida Ludmila, su mano derecha del otro lado de las rejas.

El contrapunto de dicho relato se focaliza en el Sanatorio Fitz Roy. Allí permanece Villarreal. Nadie sabe si volverá a caminar.

Mientras tanto, la celeridad de la Jefatura Departamental de La Matanza enorgullece a las máximas autoridades bonaerenses. El lunes por la tarde cayó Ludmila, mezclada entre parientes de otros presos apostados ante la comisaría. No muy lejos de allí también fue arrestado Bruno Marullo Postigo a bordo de un vehículo. Los «investigadores» aseguran que ellos persistían en su intento de rescatar a Aranda. Entre el martes y el viernes fueron a parar tras las rejas otros tres integrantes del «grupo comando», junto con la mismísima abogada de Aranda, la doctora Leticia Tortosa, acusada de haberle entregado a su pupilo el smartphone que utilizó para coordinar la evasión. En síntesis –tal como se jactan los voceros policiales– ya están presos «los que ingresaron a la comisaría y los que hicieron la logística». Caso cerrado.

Pero omiten un datito: en esa seccional al momento de ocurrir el ataque había nada menos que 46 presos –apretujados en dos calabozos colectivos y tres celdas individuales, cuando la capacidad de alojamiento es de apenas 16–. Y bajo la custodia de sólo cuatro policías. 

«Los prefiero adentro, aunque estén apretujados», supo repetir Ritondo, con su sonrisa ladeada. 

Y seguidamente, en un ejercicio de la lógica digno de mención, atribuyó tal problemática al «excelente trabajo policial», destacando que desde diciembre de 2015 hay 11 mil presos más. 

No faltó a la verdad, ya que –además de haberse triplicado los casos de «gatillo fácil» y muertes por torturas en sedes policiales– el número de presos en la provincia pasó de 34 a 45 mil en virtud a la aplicación indiscriminada de prisiones preventivas por delitos de escasa monta, a lo cual hay que sumar la pujante industria bonaerense del armado de causas a personas inocentes.

Es por eso que las cárceles y comisarías están colapsadas. Excluyendo a quienes cumplen condena con monitoreo electrónico (1800 personas), hay en las unidades del Sistema Penitenciario Bonaerense (SPB) alrededor de 40 mil huéspedes, cuando su capacidad es de 20 mil plazas. Y en las 126 comisarías con infraestructura para alojar detenidos en forma transitoria hay actualmente un total de 3700 detenidos permanentes, pese a tener una capacidad de 1000 plazas. Es decir, unas 30 personas por seccional. 

Desde luego, esta estadística derrumba la teoría de la «puerta giratoria». Y construir más cárceles en realidad eleva el índice de prisionalización, ante lo cual el colapso penitenciario se multiplica. En ese contexto, la utilización carcelaria de las sedes policiales es como echar nafta al fuego.

Eso ahora lo sabe la sargento Villarreal en carne propia. «