Nos pasó a todos. Y a todos, cuando nos pasó, nos vino la misma sensación que cuando conocimos el concepto de infinidad. “No puede ser”. En mi caso fue en Bariloche hace unos años. Nos habíamos ido con unas amigas a desenchufarnos en serio. El acuerdo era caminatas sin el teléfono en el bolsillo y poco contacto estrecho con el dispositivo dentro de la cabaña. Hacía poco que los smarts habían inundado el planeta.
Estábamos conversando en la cabaña sobre nuestro próximo viaje y sobre mochilas. Al día siguiente empezamos a recibir en nuestros smart publicidades y promociones de los destinos que habíamos mencionado y, por supuesto, también detalles de mochilas.
La primera película mental es similar a la filmada. Pensamos en La conversación. Telón de fondo símil Guerra Fría y un señor del otro lado de la línea queriendo saber lo que conversamos, y espías. Algo bastante parecido a lo que vivimos hace un par de meses cuando decenas de contactos nos contaban que se iban de WhatsApp a Telegram porque no querían darle información privada a Mark Zuckerberg.
Damos un poco de ternura cuando lo que creemos es que buscan nuestras conversaciones, que quieren saber qué les decimos a nuestras tías o a quién le metemos los cuernos con quién. “En Internet, cuando algo es gratis, el producto sos vos”, dice el lema de la época. Y es así: el producto somos nosotros. Pero no nuestras conversaciones sino nuestra circulación dentro de la maquinaria. Nuestros datos quieren. Datos en ceros y unos.
Esta vampirización no era tema hasta el escándalo de Cambridge Analytica (CA), cuando el mundo supo que asesores de la campaña de Donald Trump usaron —junto con la empresa— datos de 50 millones de usuarios de Facebook para hacer publicidad política digital personalizada en las elecciones presidenciales. Nos horrorizamos, nos asustamos y pudimos señalar a los partidos y gobiernos. Cerraron la empresa, sacrificaron a algunos de los suyos y muerta CA, se acabó el robo de datos.
Hace unos días fuimos testigos de la capacidad infinita del sistema para renovarse a sí mismo y presentarse como la única opción al problema que él mismo creó. ¿A través de qué? De la mejor propaganda que tiene el capitalismo cultural: la publicidad que no lo menciona.
En un aviso de iPhone vemos a Félix. Un joven. El primero que nos da esa primera información sobre su nombre es el empleado de Starbucks. La pérdida del anonimato empezó. Félix se sube a un taxi y comienza una secuencia delirante (¿delirante?): aquel trabajador de la empresa de café lo sigue y se sube con él. El taxista sabe a dónde va: al banco. Allí comienza a rodearlo un grupo de personas con las que termina en la farmacia. La joven que lo atiende conoce perfectamente cuáles serán sus compras. Llega a su casa y junto con él unas 30, 40 personas que se le enciman en su living. Félix toma su iPhone y la pantalla le pregunta: “¿Permitir que se comparta tu actividad con otras compañías y sitios web?”. Felix cliquea un rotundo no y las personas empiezan a explotar y esfumarse. La publicidad termina con un “Privacidad, eso es iPhone”, mientras suena el tema de Delta 5 “Mind your own business”, que dice justamente “¿Por qué no te metés en tus propios asuntos?”.
Cínicamente exquisito. Lejos de ocultarnos los daños de la industria de la atención, nos los hacen ver. Nos ponen a ver, como en La naranja mecánica. Lo vas a ver. Vas a entender el problema. El capitalismo cultural se va a ocupar de que así sea, de que hables de eso. Y una vez que viste el problema, que lo incorporaste y que hablaste de él, vas a comprar la solución. ¿A quién? Al propio brillante capitalismo de la economía de la atención de Silicon Valley. ¿A quién otro?
Al igual que con CA, esta publicidad de iPhone realiza la misma operación: vuelve a ser el más inmenso creador de anticuerpos de sí mismo. Nadie sabe fagocitar la enfermedad que creó y luego vomitarnos el remedio como la industria del capitalismo cultural. En lugar de bajarle el precio, nos pone a hablar: en la publicidad, de la posibilidad real de la industria de saber todo de mí. En el escándalo de CA, de lo sufrido por 50 millones de personas.
Pasa así a una zona de opacidad lo obvio, la carta robada de Silicon Valley. En el caso de la publicidad, que ellos tienen mis datos aunque yo decida que no sean compartidos. Y en el de Cambridge, que mientras me ocupo de los 50 millones, me despreocupo de los otros 4000 millones de seres humanos cuyos datos no han comercializado con partidos políticos pero que poseen.
“La tecnología que mantiene Internet funcionando no es neutral, y la que encontramos o instalamos en nuestros teléfonos móviles tampoco”, afirma con razón Marta Peirano en su libro El enemigo conoce el sistema. Silicon Valley ha creado la maquinaria más poderosa jamás conocida: la economía de la atención, la fuente inagotable del engagement, del tenerme ahí, la capacidad de dar toda mi información de modo absolutamente voluntario.
“Cualquier espía te dirá lo mismo –escribe Peirano–: el dato más valioso sobre una persona no son sus correos personales sino su posición geográfica”.
Los gurúes nos dicen que los datos son el nuevo petróleo y el big data, la forma de refinarlo. En nuestra experiencia cotidiana pensamos en nuestro nombre, dirección, teléfono y número de documento. Sin embargo, los datos filiatorios son apenas la primera capa, el esqueleto de nuestros datos.
Silicon Valley sabe a qué hora nos despertamos y a qué hora nos dormimos. Saben por dónde caminamos, dónde preferimos tomar un transporte (y cuál elegimos). Saben fehacientemente a quién conocemos, con quién hablamos, con quién tenemos sexo y a quién traicionamos. Dónde vivimos, dónde trabajamos, cuántas horas dormimos, si roncamos, si vamos a correr y por dónde. Llevamos ojos en el bolsillo. Una memoria que les cuenta a todas las aplicaciones todo de nosotros.
Saben nuestros secretos más profundos (¿te acordás cuando googleaste lo que no le confesarías a nadie?), saben qué leemos, qué películas vemos (y si sumamos los datos de Netflix, pueden saber qué escena repetimos varias veces y dónde frenamos para ir al baño). Saben también cuándo trabajamos y cuándo no, saben nuestras preferencias políticas, los actores que amamos, a quiénes stalkeamos y con quién hablamos de otro. Saben más que nadie, saben de nosotros más que nuestros amigos, más que nuestras parejas y más que nuestros padres. Probablemente sepan de nosotros cosas que nosotros ni siquiera sabemos.
Todo aquello que hacemos en el smart está siendo registrado. ¿Con espías secretos? No, con mis clics y mis likes. Mis voluntarios clics, likes, búsquedas y scrolleos.
Mark Fisher siempre tuvo razón. El capitalismo cultural sabe subsumir y consumir todas las historias previas. Las traga. Y ante la primera preocupación, lejos de ocultarnos el problema, nos lo pone en primer plano. Luego nos acaricia la cabeza para que nos quedemos tranquilos. Que si nosotros cliqueamos bien, ellos nos van a proteger. «