En los tiempos que corren ya no resulta original establecer paralelismos entre el mundo imaginado por George Orwell en su novela 1984 y ciertos sistemas políticos del presente. Claro que el gobierno del PRO se suma con entusiasmo a semejante generalidad. De hecho, Mauricio Macri es sin duda una especie de criatura orwelliana, pero en clave de comedia; un Big Brother fallido, cuyos retorcidos ensayos de vigilancia masiva y control social, junto con sus actos de espionaje con fines propagandísticos, suelen desbarrancarse una y otra vez en el abismo del error.

Prueba de ello es el caso de las pinchaduras telefónicas al ex director de la Agencia Federal de Inteligencia (AFI), Oscar Parrilli, y la filtración ilegal a medios oficialistas de sus conversaciones con Cristina Fernández de Kirchner. Una osadía delictiva montada sobre la triple alianza entre la Casa Rosada, el sector hegemónico del Poder Judicial y la prensa «amiga», sin imaginar que sus escandalosos efectos hundirían en el ridículo dicho «ménage à trois». Su perlita más reciente: el pedido de la Corte Suprema a la AFI para que explique su «pesquisa» sobre la identidad del traficante de tales audios, sugiriendo que desde allí –o sea, desde el Poder Ejecutivo– se realizaron las entregas. 

Claro que en esa escenificación autoexculpatoria también subyace otra circunstancia no menos relevante: el súbito deseo del máximo tribunal –según confió a Tiempo una fuente vinculada a sus integrantes– por desprenderse de la Oficina de Captación de Comunicaciones –el instrumento productor de las escuchas judiciales–, que opera bajo su órbita con personal de la AFI a raíz de un decreto firmado por Macri exactamente al mes de asumir la presidencia.

Tal ofrenda fue el germen de esta trama. 

Era la época en que el amorío entre el primer mandatario y el jerarca de los cortesanos, Ricardo Lorenzetti, transitaba su apogeo. Históricamente, las escuchas estaban a cargo de la ex SIDE. Pero el gobierno kirchnerista las pasó al Ministerio Público durante el affaire del espionaje telefónico efectuado por Ciro James y el comisario Jorge «Fino» Palacios, entre otros. Ya se sabe que Macri terminó encabezando el lote de procesados. Y que fue bendecido con el sobreseimiento por el juez federal Sebastián Casanello ni bien ocupó el sillón de Rivadavia. Entonces, por su aversión hacia la procuradora Alejandra Gils Carbó, supo otorgar la potestad de las pinchaduras a la Corte.

Los diálogos privados de Parrilli con CFK empezaron a ser transmitidos por televisión a partir del 27 de enero de 2017 en emisoras afines al macrismo. Sus editorialistas, casi a coro, señalaban un cúmulo de actos inmorales y graves delitos por parte de la ex presidenta: desde pronunciar malas palabras hasta urdir conspiraciones, además de presionar a jueces del fuero federal. Pero ni por las tapas repararon en el verdadero delito en curso: la difusión de audios filtrados ilegalmente, algo muy mal visto por la ley de Inteligencia.

El asunto fue preparado con minuciosidad durante los meses anteriores. Ya en abril de 2016 la jueza María Servini de Cubría ordenó fisgonear la línea telefónica de Parrilli por pedido del director de la AFI, Gustavo Arribas, quien deseaba saber si su antecesor retuvo documentos secretos. O sea, solicitó una «precausa» –eufemismo que alude al antojadizo recurso de poner bajo la lupa a una persona sin tener un delito concreto que probar–, y la magistrada aceptó esa invitación a «salir de pesca». Pero luego, al no hallar nada extraño, archivó la intangible investigación y ordenó –tal como lo estipula la ley– destruir los audios y sus transcripciones.

Otra escucha fue ordenada por Ariel Lijo en una causa contra Parrilli por no haber perseguido correctamente al narco Ibar Pérez Corradi. Fue muy sugestivo que esa intervención haya sido online –es decir, monitoreada por la AFI en tiempo real, un trabajo que sólo suele hacerse en casos de flagrancia– cuando en realidad Pérez Corradi ya estaba preso. 

Los audios ordenados por ambos juzgados terminaron por salir a la luz en TV; incluso los que la doctora Servini de Cubría había mandado a eliminar. Otro delito grave. Pese a tal detalle, los fiscales Ramiro González y Guillermo Marijuan dibujaron así nuevos cargos contra CFK por tráfico de influencias, abuso de autoridad y otras ensoñaciones. Un protocolo de manual: los agentes de la AFI graban a la víctima, los medios amigos difunden sus dichos y los fiscales la llevan a indagatoria. Redondo como la luna. Pero es posible que sus hacedores no hayan previsto la explosiva irrupción de una pesquisa judicial al respecto. 

Impulsado por el fiscal Federico Delgado, en febrero del año pasado el juez Rodolfo Canicoba Corral abrió una causa para esclarecer esa escalada de filtraciones a la prensa. Más allá de su lentitud procesal, la sola existencia de ese expediente logró poner al descubierto la maniobra ante la opinión pública, además de enervar el ánimo de los involucrados en el asunto. 

Lo cierto es que –según la misma fuente– el escrito de Lorenzetti a la AFI y la voluntad de la Corte de abdicar al control de la Oficina de Captación de Comunicaciones fue fruto de una presión ejercida sobre él por sus otros cuatro miembros, quienes no quieren quedar pegados al escándalo.

Además hay un texto de los camaristas Martín Irurzun y Javier Leal de Ibarra, al mando de la Dirección de Asistencia Judicial en Delitos Complejos, que también apunta hacia la AFI. Idéntica es la postura del director ejecutivo de la central de pinchaduras, José Tomás Rodríguez Ponte. 

El juez Lijo, a su vez, hizo su descargo diciendo que tuvo los CD en su caja fuerte; después, como al pasar, atinó a reconocer que sólo envió una copia «al fiscal Marijuan en enero de 2017». Fue en aquella época cuando los audios tomaron estado público. Pero el diminuto fiscal, cuya amistad con periodistas es notoria, no se pronunció sobre esta cuestión. La AFI, en cambio, desliza su responsabilidad en el asunto. Y para cerrar el círculo, el propio presidente no escatima ocasión de señalar entre sus íntimos que Lorenzetti lo «manipuló».   

Un gran momento del caso que describe la intromisión estatal en la vida privada de los ciudadanos. «