Hay una generalizada advertencia sobre la utilización de metáforas bélicas en la campaña para erradicar el coronavirus, ya que se teme lo que de todos modos ocurre: que definir al virus como un enemigo y a la campaña como una guerra, se aliente a pacíficos ciudadanos a encarnarlo en el prójimo, lo que les permite humanizarlo, darle visibilidad e intención de daño. Mucho de eso –además del miedo y una evidente estupidez ideológica— subyace en las numerosas agresiones a médicos y enfermeras por parte de sus vecinos. Entretanto, el intendente porteño sobreactuó en los hechos lo que se omitía en el lenguaje al tratar de impedir a los “adultos mayores” comprar su pan y su vino mientras, simultáneamente, planea crear una fuerza para reprimir disturbios que puedan originarse durante la cuarentena en, por ejemplo, las colas de los supermercados.

Pero si en lo que se refiere a la pandemia no es apropiado hablar de ejércitos ni combates, el lenguaje de la guerra es ineludible en lo que hace a la gestión de la deuda pública, que acaba de entrar en su etapa decisiva con la presentación de la oferta a los acreedores por parte del gobierno. Tremenda disputa que los conglomerados de comunicación cargan de funestos presagios al anunciar la muerte de la moneda, el fracaso, cualquiera sea el resultado, de la negociación en curso, y la pretendida certeza de que el gobierno del Frente de Todos no podrá con esa doble desgracia: la parálisis económica y el default, por un lado, y la progresión fatal de la peste, por el otro. Lo que equivale a decir que el país estaría transitando, simultáneamente, la tercera crisis, de raíz política, que la jauría mediática pretende instalar como un hecho consumado.

La precipitación de la oferta del gobierno sobre el plan de pagos de la deuda pública acortó bruscamente los plazos y los ritmos: parece evidente que el establishment fue sorprendido, al menos, por la pericia técnica del ministro Guzmán y la astucia política del Presidente y el elenco gobernante, que lograron evitar que la poderosa coalición que lo asedia logre aislar la gestión de la deuda argentina de la descomunal crisis que atraviesa la economía mundial, precipitada por la pandemia que ataca al planeta dañando gravemente la producción de valor.

Entretanto, buena parte del pensamiento conservador del primer mundo y sus epígonos del nuestro alertan que, una vez superada las dos crisis globales en curso, la sanitaria y la económica, se agregará una crisis política de igual dimensión, como resultado, precisamente, del exceso de Estado y del empoderamiento autoritario de los líderes políticos, que habría desbordado al amparo del coronavirus.

Como los programas y medidas de prevención sanitaria, en particular las no farmacológicas, suponen un ejercicio extraordinario del poder político, se trataría de prever desde ya una estrategia de recuperación de las libertades individuales conculcadas por gobiernos populistas –o tentados a serlo– a lo largo de la pandemia, esto dicho con la fraseología favorita de la derecha mundializada. Entre nosotros, la prensa local se hace eco de estas denuncias contra el populismo estatizante, y las agrega a la campaña desatada en varios frentes contra del gobierno de Alberto Fernández, acusado de silenciar el Congreso, de gobernar a DNU limpio y de enmascarar el autoritarismo irredento del peronismo bajo las maneras afables y paternales del Presidente.

En realidad, lo que aterra a los dueños del dinero y de los medios de producción es que la crisis sanitaria, que ha puesto de cabeza los sentidos comunes de la vida y la muerte, abra una línea de fuga que permita pensar la economía, la política y la sociedad de otra manera. Es que la pandemia, si por una parte forzó a los bancos y a las grandes empresas, campeones del libre mercado, a extorsionar a los gobiernos para acudir en su auxilio y preservar el capital, por la otra temen que la intervención estatal en la economía implique, a la postre, un regreso a alguna forma de Estado de Bienestar.

De hecho, algunos de los economistas más prestigiosos del liberalismo europeo y estadounidense sostienen que la peste ha mostrado palmariamente el fracaso del libre mercado, en tanto que otros, yendo más lejos y a fondo, que la concentración y globalización del capital financiero está en la raíz de todas las catástrofes de nuestro tiempo, desde la ambiental hasta la del coronavirus. Para esta línea de pensamiento, cada vez más difundida, la peste es la continuidad de la crisis mundial del capitalismo, cuya maquinaria de muerte ya había llegado al paroxismo con la depredación de la naturaleza y el largo estallido de la crisis ambiental.

Así, la pandemia y su trágico desarrollo no son fruto del azar, ni siquiera del llamado azar culposo, sino del curso mismo de la economía mundial hegemonizada por las burguesías financieras y su capacidad de destrucción necropolítica. No otra cosa demuestra la gestión de la crisis sanitaria de los países de vanguardia, enfrentados a sistemas de salud colonizados por el complejo médico industrial y financiero, que ha puesto el dispositivo biopolítico de la salud humana al servicio de la acumulación de capital y la concentración de ganancias. Un solo dato ilustra esta realidad: la industria de la salud comporta hoy el 8 por ciento del PBI mundial.

Hay, es cierto, una crisis política que anticipó a la que prevén los teóricos del libre mercado y que abarca, por lo menos, a los países de América latina, y es la del neoliberalismo y su estrepitoso fracaso, no en su capacidad para esquilmar los pueblos sino para consolidarse como sistema hegemónico en nuestras naciones.

La admirable rebelión de la juventud chilena, tan bella como valerosa, la revuelta de los ecuatorianos, la difícil y costosa resistencia colombiana, así como las gestas democráticas y populares de México, Argentina y de otros países al sur del Río Bravo, cuestionan de raíz las reformas de mercado que se inauguraron en el Chile de Pinochet y en la Argentina de los comandantes.

Del mismo modo, la pandemia ha corrido el velo para mostrar las miserias del neoliberalismo. La propia avaricia del capital, su búsqueda de ganancias aun a costa de la vida, abrió el camino para que desde los sectores de opinión más diversos comience a cuestionarse el secretismo y el arbitrio ilimitado de la gestión privada en la producción de bienes y servicios fundamentales para la sobrevivencia humana, como los alimentos, los recursos sanitarios, la energía y los servicios financieros, que hoy se concentran en pocas manos. En este sentido, medidas como el control de los costos de producción de insumos esenciales, el flamante proyecto parlamentario que gravaría los patrimonios superiores a los 3 millones de dólares, e incluso regulaciones mucho más enérgicas sobre la gestión de los depósitos bancarios en manos privadas, serían un modesta osadía si se la compara con el saqueo sideral del ahorro nacional perpetrado sólo en los últimos años.

Por primera vez en muchas décadas, la convulsión del mundo vuelve posible y necesario poner en debate la propiedad privada absoluta sobre los medios de producción.