Tiene lógica que el «dream team» haya implosionado. El presidente conformó su Gabinete entregando secretarías y ministerios a representantes de corporaciones que, la mayoría de las veces, tienen intereses contrapuestos. Un caso a manera de ejemplo: en medio de la «turbulencia financiera», el Ministerio de Hacienda –propiedad de la entente Techint-Clarín–, sugirió postergar la eliminación de retenciones a la soja para moderar la corrida. Indignado, el ministerio de Agroindustria –propiedad de la Sociedad Rural– prometió un levantamiento campero si eso llegara a ocurrir. Pocas veces se pudo observar a las élites defendiendo sus posiciones con tanta nitidez.
Escenas similares se repiten a diario, y a todo nivel. Las viejas y naturales disputas entre finanzas e industria, agro vs. comercio o servicios vs. producción, entre otras, se libran en el seno del Gabinete con la intensidad de los negocios bien remunerados. Se supone que la política existe para mediar en esas pulseadas, pero el gobierno decidió abjurar de esas artes y dejar el destino en manos del «mercado». Así estamos.
Los «conflictos de intereses», el pecado original del elenco oficial, derivó entonces en una sucesión de batallas internas que transformaron a la alianza gobernante en un polvorín. Los brulotes de Elisa Carrió y la sucesión de desmentidas entre Marcos Peña y los ministros que supuestamente coordina son expresiones patéticas de ese cuadro de situación.
Como indica el Manual de Supervivencia de los Gobiernos en Crisis, el macrismo salió a cargar culpas afuera. A la «herencia K» –un clásico–, el oficialismo sumó a los sindicatos, la Iglesia, el peronismo y hasta a las Fuerzas Armadas en la lista de conspiradores. Y no son todos. Si la que acusa es Carrió, la nómina incorpora a supermercados, sectores medios que no dan propina y hasta empresarios como Cristiano Ratazzi, quien fuera fiscal de Cambiemos en la elección que depositó a Macri en la Rosada.
Entre los acusados, está claro, no hay nenes de pecho: todos ponen pierna fuerte cuando disputan poder. La ráfaga a la marchanta, sin embargo, es indicio de desvarío y negación. El presidente no admite culpas. Y aunque cambió un par de piezas, sigue sosteniendo que lo secunda «el mejor equipo en 50 años».
Aun si la caracterización fuese acertada –que no parece– en eso Macri también se equivoca. Como quedó en evidencia con la Selección durante el Mundial, la suma de buenas individualidades no constituye un buen equipo. El resultado está a la vista. «
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