Todo es economía. La política de las últimas semanas pareciera apoyarse en cuatro números: la escalada del dólar, el Presupuesto 2019 presentado por el ministro Dujovne en el Congreso (el «borrador» del ajuste), la apelación desde el gobierno a un mito de un bloque «de 70 años» que explicaría el problema último de la Argentina, y el eterno retorno discursivo de 2001. Oh, 2001, ese espejo bifronte en el que nadie puede dejar de mirarse, un poquito con ganas, mayormente con recelo, sobre todo con distancia. Como ya se ha dicho, la crisis de 2001 causó dos nuevas identidades: el kirchnerismo y el macrismo. El PRO, antes de ser Cambiemos, primero fue gobierno de la Ciudad. Eso le daba una gimnasia básica y vecinal: gobernar un distrito donde hay un «afuera» (la provincia, el Conurbano) al que abandonar lo que a la ciudad le «sobra». Estoy siendo gráfico y sin matices. Una gestión que venía a modernizar una ciudad con solvencia fiscal se recostó sobre las garantías sociales de políticas nacionales como la Asignación Universal por Hijo (AUH).

Pero ahora ellos también caen en la cuenta, en el tic tac del tiempo, con el que corren a los demás y se muerden la cola. Gobiernan todo: la Nación, la provincia de Buenos Aires y la CABA (como nunca había vuelto a pasar desde 1989 con la tríada Menem, Cafiero, Grosso). Y no ahora, hace casi tres años. O sea: ya no existe el afuera. No hay adónde «tirar» nada. No se pueden levantar los puentes de la ciudad. No se pueden lavar las manos. Por televisión, vimos a un presidente en un video grabado anunciar –en un país con 15 millones de personas debajo de la línea de pobreza– que la pobreza sólo iba a aumentar. Después, cuando proponen el debate de cerrar el «grifo migratorio», son relativamente selectivos: la fomentada inmigración venezolana conforma ya el 25% del total en lo que va del año. Parecen sólo alberdianos con los venezolanos. Gobernar es poblar de mano de obra «rappitendera».

Y la guerra del orden es la única obra pública que no se suspende. Patricia Bullrich sale airosa del ajuste fiscal. Particularmente ella y Carolina Stanley. Juan Grabois, referente de la CTEP, cumplió una ley cristiana, que no es «defender a todos», sino defender a los «últimos». ¿Y qué son estos senegaleses probablemente sobreexplotados en un circuito y depositarios frecuentes de la fuerza policial sino últimos orejones del tarro?

El modelo de gestión urbana tenía una fórmula: cuidar lo público para quienes disfrutan la ciudad y, en particular, se transportan por ella (plazas, bicisenda, Metrobus, Teatro Colón, esa serie) y descuidar la ciudad para quienes más la necesitan (salud, educación, vivienda). Dividir lo público de lo estatal. Como si volvieran a encarnar en la arquitectura misma de la ciudad cierta premisa democrática: es más fácil conseguir derechos civiles que derechos sociales. Algunos pasos en la urbanización de villas (como el caso del barrio Rodrigo Bueno en la Costanera sur) le dieron al gobierno de Larreta un sesgo más social. Por momentos, Larreta parece seguir queriendo emular esa vocación municipalista, actuando como si pudiera ser «apenas» uno más, y prescindir de ser parte de la conducción del oficialismo. Pero la potestad geográfica con la que nació el PRO (distinguir qué es de la ciudad y qué no) ahora es social: fracturar la sociedad. Y la lucha por el orden mantiene ese subrayado esencial de dividir entre minorías sobrerrepresentadas y mayorías silenciosas. Entre útiles y los que «viven del Estado». No es nuevo, y sigue pasando. Esos son los jueguitos hasta que vuelve la economía o hasta que rebota después de la recesión, o hasta que nos cansamos de estar mal, de mal en peor, pero «tranquis»–, alimentando el show de la grieta. Describir esto es tedioso, porque es una suma de lugares comunes propios y ajenos. Pero es así, oposición: nos llevan a la frontera. A la frontera del sistema político. Fue así desde el principio. Desde antes de la corrida. «