Una de las astucias de Alberto Fernández fue no declarar el fin de la grieta, pese a haber trabajado denodadamente por ello durante tres años. Al no aclarar la situación, permitió que muchos argentinos sigan creyendo que viven en el país agrietado que existió entre 2008 y 2019. El presidente aprendió a jugar con las piezas que le tocaron: los votantes opositores están convencidos de que estamos bajo el cuarto gobierno kirchnerista, y los oficialistas se preguntan hasta cuándo Alberto se resistirá como un adolescente al verdadero poder detrás del trono, que vendría a ser el de la vicepresidenta. Pero la realidad es que las cosas cambiaron, y hoy es el presidente quien está sentado en el trono de hierro. Y gobernando con su propia impronta. Esperando, paciente, el momento en que el pueblo oficialista finalmente mire hacia él. Prefiere que todos creamos que el país agrietado aún vive, porque esa es su mejor estrategia para volver a alinear detrás de sí al votante kirchnerista.

Lo que el presidente sí ha declarado, una y otra vez, es que su gobierno ha sido una continua administración de calamidades. La pandemia, la guerra, ahora también la sequía. Mientras tanto, y siempre bajo la adversidad, toma medidas que lo afianzan en el trono. Trátese del Fondo de Garantía de Sustentabilidad de la ANSES, las empresas eléctricas incumplidoras o la coalición de gobernadores por el juicio a la Corte, Alberto Fernández continúa gobernando. Sabe que aún tiene poderes que no ha ejercido, y actúa como si aún tuviese un tiempo por delante, para ejercerlos después.

¿La grieta? Puede reactivarse, provisoriamente, cuando los focos de la atención pública se dirigen hacia Cristina Kirchner. O, por qué no, hacia Mauricio Macri; el efecto es similar. En esos breves instantes, el público se divide entre quienes los aman y quienes los odian -además, obviamente, del importante lote de quienes no se interesan-. Pero esos focos son circunstanciales. En política, la opinión pública se constituye principalmente en relación con el gobierno vigente. Allí se producen los alineamientos. Y hoy, la opinión pública no se organiza entre cristinistas y anticristinistas, ni entre macristas y antimacristas. Hay cuatro segmentos: I) los que apoyan 100% al gobierno, II) los que votaron al Frente de Todos pero están críticos del gobierno, III) los opositores, y IV) los independientes. El segmento II es cristinista, el III vota por cualquier candidato que postule Juntos por el Cambio, y en el IV hoy domina Javier Milei. Pero el I, que sin dudas es minoritario, hoy tiene como referencia a Alberto.

Eso significa que el presidente, además de controlar el gobierno -cada vez más-, de ser el titular del Partido Justicialista y de ser la contraparte de los gobernadores provinciales, ya tiene su propio reino, por pequeño que parezca, en las encuestas. Su problema, como nadie ignora, es que la mayoría de quienes lo votaron en 2019 hoy se referencian más en Cristina Kirchner que en él. Por lo tanto, para lograr ser un candidato competitivo a la reelección necesita que la vicepresidenta le transfiera sus votos. Para contar con ello tiene dos alternativas: que ella misma anuncie que votará por él en las primarias de agosto, o que sus seguidores vayan solos, como naturalmente, engrosando el disminuido reino presidencial, que Larroque, con malicia, estimó en una entrevista que se limita al 5% de los votos.

Pero el clima de cierto alineamiento con el proyecto del presidente que se respira entre gobernadores, sindicalistas y otros dirigentes experimentados significa que muchos lo ven como una jugada posible. De hecho, si logra que los votos cristinistas vayan hacia él, y con el resto del espectro dividido entre los opositores de Juntos por el Cambio y los independientes de Milei, el proyecto reeleccionista no es tan quimérico. La bendición de Cristina Kirchner tiene como problema, además de la voluntad de la dueña del reino más grande del oficialismo, la falta de argumentos. Ella no paró de alejarse del gobierno, casi desde el comienzo, y eso le ayudó a mantener intacta su base electoral. Una base de nostálgicos del período 2009-2013, donde la grieta epopéyica se combinó con una expansión del consumo. Pero el tiempo transcurre, tanto el antimacrismo como el anticristinismo pierden sentido, y ella ya no tiene tantos argumentos para ungir a otro Alberto en nombre de la melancolía. La vicepresidenta también tiene que jugar con las fichas de hoy, y no puede obviar que Alberto Fernández está ahí. La estrategia presidencial, mientras tanto, es la de esperar que toda otra alternativa se diluya en los próximos tres meses, y que semana tras semana cobre forma, de a poco, la idea que está en el trasfondo en todo modelo presidencialista: que la reelección del presidente habilitado es algo natural. «