La sesión de la Cámara de Diputados del 26 de julio pasado y la de la Comisión de Asuntos Constitucionales del día previo revelan la intención del actual gobierno y sus vicarios parlamentarios de arrogarse una facultad supraconstitucional para pasar por encima del voto ciudadano, configurando una integración parlamentaria sometida a la voluntad del poderoso, al margen de la que resulta de la voluntad ciudadana expresada en las urnas.

No hay que equivocarse o dejarse llevar por los montajes escénicos. El diputado Eduardo Amadeo, de la Alianza Cambiemos, se encargó de aclarar que la cosa no es sólo el diputado Julio de Vido: Cristina es el trofeo mayor de la cacería. Amadeo se declaró más que gustoso de aconsejar a sus compañeros senadores que, en caso que la expresidenta resultara electa senadora el próximo octubre, hicieran con ella lo que los diputados no pudieron hacer, a fin de cuentas, con De Vido.

Para no ser menos la diputada Carrió dedicó un “el próximo sos vos, Kicillof” al diputado. En la trayectoria política de la legisladora es difícil y poco creíble distinguir una advertencia de una amenaza.

Es posible que, intuyendo que empiezan por “los K” y siguen sin final previsible, o simplemente recordando el poema de Bertolt Brecht, la izquierda haya decidido negar su voto al estropicio, arriesgándose a ser acusada de “cómplice” del odiado kirchnerismo.

A lo largo de la historia los poderosos siempre se opusieron por múltiples vías, muchas de ellas muy violentas, a que los trabajadores, las mujeres, los menos favorecidos por las comodidades de la vida, los sectores medios y los campesinos, ejercieran derechos de participación política. En 1829 Thomas Cooper, estrecho colaborador del presidente Thomas Jefferson, se preguntaba: ¿Con qué derecho los pobres y los no propietarios van a legislar sobre las riquezas y la propiedad ajena?

En vísperas de la sanción de la Ley Sáenz Peña, Carlos Rodríguez Larreta, ex canciller del gobierno de Figueroa Alcorta y profesor de Derecho Constitucional, fundamentaba su oposición con el argumento que el voto secreto “independiza al peón” de la influencia benéfica de su patrón y lo convierte en su enemigo.

Exactamente un siglo después, Bartolomé Mitre, director del diario La Nación, se quejaba a la revista brasileña Veja: «Vivimos una dictadura con votos».

Cuando no pudieron evitar ese ejercicio democrático, intentaron acotar la eficacia del sufragio y sus proyecciones transformadoras. Las tropelías institucionales recientes dan testimonio de la persistencia de una intencionalidad de clase, pero también de lo difícil que resulta prevenir el efecto revulsivo del voto ciudadano.

Y si no se puede impedir que la gente vote, corresponde impedir que vote por determinadas personas en quienes ve expresadas sus aspiraciones y expectativas. O si esto no es posible, habrá que impedir que los elegidos asuman ese mandato. Y si asumen, habrá que expulsarlos.

De todo esto trató la sesión de Diputados del 26 de julio. Fecha en que muchos recordamos la desaparición física de Eva Perón, que luchó y consiguió el reconocimiento del derecho al voto de las mujeres, y el asalto al Cuartel Moncada, inicio de la Revolución Cubana.

Dos fechas, dos procesos, un mismo horizonte de dignidad. «