El 27 de enero se cumplió el septuagésimo sexto aniversario de la liberación del campo de exterminio Auschwitz-Birkenau por una división de infantería del Ejército Rojo. Los guardias nazis ya habían huido. Y ese día especialmente frío las tropas soviéticas rescataron a 7600 prisioneros.

Allí habían sido asesinadas casi dos millones y medio de personas, en su mayoría judíos. Aquella estadística cayó sobre la conciencia de la humanidad como una gigantesca roca en el océano.

Ahora, en un mundo que asiste a la resurrección de los peores instintos del poder, resulta imperioso reflexionar sobre esta lección de la Historia.

Pero también es una ocasión propicia para analizar un asunto conexo: la forma en que los alemanes procesaron su propio pasado una vez concluida la Segunda Guerra Mundial.

Amnesia con chucrut

Al respecto, nada mejor que una ya amarillenta telefoto fechada el 20 de diciembre de 1963. Exhibe un plano general de la sala de actos del Ayuntamiento de Frankfurt convertido en tribunal. El sitio está colmado. Los magistrados y fiscales lucen toga. Todos de pie. La imagen es estremecedora. En tal escenografía se descorrerá el velo de la tragedia más ominosa del siglo XX. Una escena universal, como solo unas pocas a lo largo de la Historia. Así comienza el juicio a los jerarcas de Auschwitz.

Lo cierto es que la República Federal Alemana tardó casi dos décadas en llevar al banquillo a los responsables del Holocausto. De hecho, los juicios de Nuremberg, entre 1945 y 1946, fueron obra de las naciones aliadas; en el de Adolf Eichmann, en 1961, intervino un tribunal israelí, mientras que otros procesos notables contra criminales de guerra nazis ocurrieron en países del bloque soviético.

De modo que el juicio de Auschwitz propició el primer vistazo de los alemanes al inapelable espejo de la memoria. Porque desde 1945 en adelante las élites vinculadas al nacionalsocialismo rápidamente volvieron a tomar posiciones en la administración pública, en la Justicia y en la política. En aquel país no era conveniente hurgar el basural de la historia reciente. Eso también corría para la llamada mayoría silenciosa, demasiado a gusto con los flamantes frutos del “milagro alemán”. Su lema de época: “Donde no hay demandantes, no hay jueces”. Pero la gran obstinación del fiscal general de Frankfurt, Fritz Bauer, hizo que Auschwitz atravesara la conciencia de los alemanes como un fantasma apenas disimulado.

“Es imposible convertir la Tierra en un cielo, pero debemos evitar que se convierta en un infierno”, supo decir al respecto.

Bauer era un jurista judío alemán de Stuttgart nacido en 1903. Durante el nazismo se refugió en Escandinavia tras huir en 1935 de una mazmorra de la Gestapo. Ya en Frankfurt a mediados de los años ’50 cristalizó –junto a su equipo de colaboradores, un puñado de fiscales jóvenes– el sueño de alambrar a los culpables. Esa apuesta era ambiciosa. No solo se pretendía aprehender a los autores materiales e intelectuales de la barbarie sino también dar impulso desde la Justicia a la regeneración moral de toda una sociedad. Así fue como, sin medios ni recursos y muchas veces con plata de sus bolsillos, Bauer y los suyos acumularon una impensada cantidad de documentos y testigos. Así, tras cinco años de pesquisas, la Acusación Federal de Frankfurt presentó en 1963 un expediente de 700 páginas con los cargos correspondientes. También había 1700 testigos, casi todos sobrevivientes. Bauer, entonces, dijo: “Si este juicio debe entenderse como parte integrante del proceso penal, entonces deberá ser un aviso y una lección para todos”.

La muerte industrial

Tal como consta en las actas del proceso judicial, el 4 de febrero subió al estrado el sobreviviente Otto Wolken, un vienés rescatado de Auschwitz por el Ejército Rojo. Era el primer testigo. Su declaración arrancó con la llegada en tren a la tenebrosa rampa de Birkenau, donde se hacía la selección de quiénes vivirían y quiénes no.

“Sonaba un vals –dijo, mirando a los verdugos–. La banda del campo ensayaba. La música era suave, bella. No podíamos imaginar que estábamos en las puertas mismas del infierno”.

El complejo de Auschwitz, situado a 50 kilómetros de la ciudad polaca de Cracovia, parecía una enorme planta industrial, impresión robustecida por las chimeneas siempre humeantes de los hornos crematorios. Constaba de tres campos principales: Auschwitz I, Birkenau y Buna-Monowitz. Este último era usado como unidad de trabajo esclavo por la empresa química IG Farben, que producía el gas letal Zyklon B.

Ahora el tribunal de Frankfurt mostraba una veintena de sus gerentes. Entre ellos se destacaba el segundo comandante del campo, Robert Mulka, un antiguo despachante de aduana que en Auschwitz se ocupaba de garantizar el suministro de Zyklon B; el delegado de la Gestapo, Wilhelm Borger, un antiguo empleado contable que en Auschwitz investigaba a prisioneros por hurtos y fugas; el jefe de enfermería Josef Klher, un antiguo carpintero que en Auschwitz mató con inyecciones venenosas a miles de prisioneros enfermos. Y el farmacéutico Víctor Capesius, un antiguo empleado de la IG Farben que en Auschwitz tenía bajo su mando el manejo de las cámaras de gas.

Todos ellos oían los relatos de sus crímenes observando con desprecio a los testigos. Luego decían no saber ni recordar nada.

Tras 182 audiencias, el juicio de Auschwitz culminó el 20 de agosto de 1965. Boger –quien en sus pesquisas policiales supo torturar a 19 personas en simultáneo– fue condenado a prisión perpetua. Mulka, a 14 años de prisión. Igual pena fue para el enfermero Klher. Por su parte, Capesius fue condenado a nueve años. Otros antiguos jerarcas de Auschwitz fueron beneficiados con sentencias que oscilaron entre los siete años de cárcel y la absolución. Habían sido juzgados con un código del siglo XIX que no había previsto el delito de genocidio. Por esa razón algunos fallos resultaron benévolos. 

Pero lo cierto es que luego de develarse la trama de Auschwitz, Europa nunca volvió a ser la misma. «