Facundo Ferreira tenía 12 años y fue asesinado por un funcionario de la Policía de la Provincia de Tucumán. Era un nene. Se podrían escribir páginas enteras en respuesta a los dichos de Patricia Bullrich sobre la investigación del caso y sobre el accionar de la fuerza. Incluso se podría hacer extensivo ese ejercicio a lo ocurrido con el llamado “caso Chocobar”. Esto es costumbre para abogados y juristas: interpretar los hechos, las normas y los fallos para llegar a una conclusión jurídica.

Se podría criticar que la ministra de Seguridad haya revelado presuntos datos de la investigación y de las supuestas intromisiones cometidas por el poder político sobre el Poder Judicial en ambos casos. De tal modo, deberíamos destacar cada uno de los principios desarrollados por los distintos organismos e instrumentos internacionales de derechos humanos, mencionar jurisprudencia de tribunales locales, apelar a los principios que regulan el uso de la fuerza letal de las fuerzas de seguridad y explicar que, en un Estado de Derecho, existe la obligación de proteger la vida de las personas, incluso de quienes supuestamente cometieron un delito.

Por ese camino, llegaríamos a una prolija pieza jurídica, pero de dudosa utilidad. Porque es evidente que la discusión no es jurídica, sino estrictamente política. Es una disputa por el sentido común que constituye un arduo desafío para quienes nos consideramos parte del movimiento de derechos humanos, ya que el discurso del oficialismo y de un amplio sector mediático en este tema no se caracteriza por su racionalidad, sino porque es discriminatorio y reaccionario.

Hoy los nenes con gorrita, morochos y pobres, que andan en moto, son construidos como enemigos. Ni hablar si a esto se suma una nacionalidad diferente. Son el otro que acecha y del que hay que defenderse. Esto no es nuevo, pero debe ser destacado en un contexto en el que el Estado de Derecho existe cada vez menos para esos “otros”.

El gesto de recibir a un policía tras ejecutar por la espalda a un joven que presumiblemente había cometido un delito, es un mensaje claro para cualquier integrante de las fuerzas de seguridad. Pero el gatillo fácil no nació con Chocobar ni con la ejecución de Juan Pablo Kukoc. Es una práctica que existe desde hace décadas en las fuerzas de seguridad. Lo trascendente del hecho -y que constituye un dato político insoslayable- es que la conducción política actual avala y hace propia esa práctica, además de darle el estatus de doctrina.

Lo mismo sucede con otras formas de violencia policial. Cuando se habla de apremios ilegales, detenciones arbitrarias, ejecuciones policiales, amenazas, torturas, estamos diciendo que a los pibitos que habitan el subsuelo de nuestra patria, a los más pobres de todos, todos los días les pegan, se los sube a un patrullero, les ponen una pistola en la cabeza, los amedrentan, los verduguean, los matan de frente o por la espalda o, en los casos más extremos, los desaparecen.

Entonces, sin desmerecer el legítimo reclamo de justicia o el laborioso estudio de los juristas que explican cuáles son los estándares que deben tenerse en cuenta para definir si el accionar policial es legal o no, es necesario decir que todo esto resulta insuficiente.

Los pibes son los enemigos y cuando hay un enemigo no se respetan edades. Se mueren nenes que no son parte del “nosotros”, nenes que son como Facundo. No se trata solamente de cuestionar con firmeza las posiciones del gobierno de turno. Se trata principalmente de sentir a Facundo como nuestro, hacerlo parte del “nosotros”. Porque la consigna “Ni un pibe menos” significa que cada pibe es imprescindible.