Tradicionalismo y excepcionalidad

Se dijo mucho que Néstor Kirchner fue el retrato vivo de una excepcionalidad. Eso es cierto para los que siempre esperamos que de las entrañas de una historia rutinaria surgiera una rareza inesperada. Pero si buscamos el punto desde donde comenzó, ese escalón primero que supuso el impreciso punto de partida, quizás era al revés. En esos años de agitación política estudiantil en La Plata, había una flotación ambigua entre la vicisitud inesperada -ese aire de revuelta luego sacudido por la sangre y el espanto- y la elección de un curso político menos irregular. Concretamente, una carrera política pero sostenida en un útil título académico. El futuro abogado Kirchner eligió hacerla mientras salía del maravilloso hacinamiento de las pensiones estudiantiles platenses -donde hormigueaba la revolución-, para volver al solar patagónico cuando se clausuraba drásticamente la respiración política popular. El sur, cuna de soledades extensas y ciudades incipientes que alguna vez habían sido unidas por el Villarino, famoso buque a vapor cuya actuación no había sido ajena a las luchas civiles argentinas y que antes había trasladado los restos mortales de San Martín desde Francia a Buenos Aires. Kirchner hace un nudo marinero entre su militancia estudiantil urbana y el escalafón que lo lleva a gobernar de la municipalidad de Río Gallegos y luego holgadamente a la provincia.

Mirado ahora, desde estas afiebradas discusiones de las que brotan torpes vituperios que llegan hasta su Mausoleo, se lo puede considerar el político que no le negó a su lenguaje la expresión “llegar”, llegar a algo, a intendente, a gobernador. Establecer los escalones de un curso honorífico de provincias. Por eso quizás pueda decirse que no hay ninguna excepcionalidad que antes no esté engarzada en las noches y los días triviales de la política localista, en los clubs sociales donde el viento frío detiene su impulso ante las últimas murmuraciones pueblerinas entre los parroquianos despreocupados por su ulterior destino. Que significaría cómo romper ese cerco lugareño. Entonces, cuando realmente “se llega”, ya no tiene sentido emplear esa expresión, propia del carrerismo político, sino que es allí donde se produce la excepción. Quizás nunca se llega porque sin saberlo siempre se había estado allí.

Quedó en la memoria intelectual argentina la idea de “anomalía”, que Ricardo Forster ligó a la floración del inesperado mundo kirchnerista en la resquebrajada República. Desde allí no podría haber ni podría ser invocada ninguna fórmula política arrastrada por los lenguajes habituales, la “acumulación”, el “armado”, el “paso al costado”. Todas estas maneras de la política invocan un espacio fijo, una sumatoria, una “ingeniería” de adhesión sobre la base del “toma y daca”. Los canjes de trastienda. Con Kirchner no es que muchas veces no haya empleado esas palabras. Pero de repente hubo una revelación súbita, porque se vio caminando sobre una materia inestable e incluso abismal. Era lo impensado. Y sobre lo impensado un apellido puede convertirse en adhesión y voz multitudinaria.

Hacia ahí lanzó sus señales que no cedían en firmeza, aunque siempre daban la impresión de ser emitidas ante el precipicio, pero no dejaban de ser desafíos que eran inesperados para el mismo Kirchner. ¿Acaso no se podía pensar otras reglas para los medios de comunicación, no se podían pensar normas impositivas a la altura de las ganancias de los nuevos sectores de los tecno-negocios agropecuarios? Un hombre de saco desabrochado y biromes Bic para simbolizar cuerpos precarios y escritura de urgencia, con las que recibía con sorpresa los impulsos sociales que lo arrastraban a diario. Intuía con toda claridad que él era una de las tantas consecuencias del 2001, por lo que nunca dejó de interpretar a toda la sociedad argentina como un ámbito revulsivo y endeble. En ese caso, restaurar una mínima estacionalidad previsible exigía una máxima incursión en actos de fuerte simbolismo imprevisible. Descolgar aquel cuadro con ese rostro huraño y enjuto, casi apático, que encarnaba la forma feroz de una irracionalidad represiva, era una forma de dar una orden que cambiaba todo su sentido a ese tipo de indicaciones. Mientras la orden simplifica el mundo, Kirchner con la suya de descolgar una efigie, lo hizo más desafiante o sobresaltado.

Si volvemos a mirar ese brazo extendido, semejante al “dedo índice”, que una banalización de los gestos humanos interpreta como un modo de la autoridad indebida, por el contrario, en este caso Kirchner estaba anunciando un nuevo tipo de autoridad. Civil, democrática, declaradamente sin miedo, pero visiblemente desordenada o impulsiva. Las decisiones del kirchnerismo se hacían desde las anteriores reglas para poder pensarlas de nuevo y sacarlas de su modo aparatoso y desde luego represivo. Normas sí, pero interpretadas auscultando una sociedad turbada, herida. La normatividad kirchnerista fue así libertaria, sin dejar de emanar de las instituciones nacionales que, en su estado quebradizo, no reclamaban soldaduras nuevamente rígidas, sino un esbozo de nueva estatalidad, veteada por los movimientos disconformes de la sociedad civil.

Decisionista y negociador

Entre lo impulsivo y lo sosegado, Kirchner fue impetuoso. Decisionista y negociador a la vez. Ese ímpetu era severo, pero venía recubierto de numerosos chascarrillos e ironías. El leve siseo de su voz, de donde salían frases que podían tomarse como el ejercicio de una imprudencia creativa, aliviaba solo un poco el modo en que se iba diseñando lo inesperado: un nuevo país embarcado en un proyecto de democracia radicalizada. Con sus tiras y aflojes. Sonaba a poco para muchos. Pero demasiado para lo que un reaccionarismo taciturno y sombrío podía tolerar. Es posible que en los vaivenes entre la decisión ardua y la jocosidad natural que inspiraba su rostro, resurgiera en Kirchner el político tradicional, que siempre guarda una chanza burlona a su adversario ocasional. Pero el antiguo muchacho militante sabía que en la cúspide del poder mundial, si Bush le ponía la mano en la rodilla, él tenía que devolver el gesto en nombre del deseado y siempre vulnerado igualitarismo entre las naciones. El gesto de una simple mano, puede encarnar un complejo colectivo humano. El presidente argentino actuó como un pillo adolescente y juguetón. Pero quería decir que el hilo insomne de un antimperialismo desvelado estaba presente allí, de rodilla a rodilla. Se confirmó todo esto, por más volátil que ahora nos parezcan esos hechos, en Mar del Plata, en el año 2005. En la ciudad balnearia, Kirchner retomó la tradición de los viejos baños de compromiso latinoamericanista, que vuelven ahora a ser tan perentorios.

Se conocían sus tendencias hacia el sarcasmo y la sátira burlona dirigida a sus contertulios o contrincantes. Era su manera de interpretar las luchas sociales y es justamente en ese punto donde el político que habrá deseado ser gobernador -electo tres veces, una autoafirmación que parecía inerte para quien como extra de cine, más joven, había hecho el papel de un anarquista en el film La Patagonia rebelde-, va haciendo despuntar un carácter inusual, quizás provocado por cierto goce personal, destinado a desencajar los poderes tradicionales. Aquella ruralidad, que bajo una campechanía inventada ocultaba renovadas pretensiones de superponer su viejo predominio sobre el resto del país, en un movimiento semejante al manto anestesiante que tendían sobre la población los monopolios comunicacionales. Gobernaba Cristina. Y todo esto lo encontró más como militante asambleario que como primer magistrado. No obstante, nunca pareció serlo más, cuando en una noche de manifestación en Plaza de Mayo, con las principales rutas del país cortadas por los nuevos personajes de la escena, caricaturas de caricaturas de una pseudo gauchesca neoliberal amparada de nuevas tecnologías de sembradío que removían de cuajo al viejo país triguero, apareció Kirchner como un fantasma entre la multitud. Muchos intentaron llevarlo en andas, y él como un espectro volvía a bajar de los hombros de los más entusiastas, que lo volvían a subir. En ese sube y baja recubierto por el polvo de ladrillo que envolvía todo desde los canteros de la plaza, el kirchnerismo aparecía como un espectro bañado de un aserrín volátil, un tul rojizo bajo los faroles, que entregaba el sentimiento de una fuerza débil que encaraba pesadas tareas históricas o de un movimiento social colectivo que se fortalecía en esas caídas de un cuerpo que volvía a levantarse como una fantasmagoría.

En algún momento no pudo más, lo que originó absurdas opiniones sobre la enfermedad del poder, un simulacro analítico típico de cierta televisión que se tienta a declarar que los reformadores sociales bordean siempre la locura y la vesania. Su muerte originó una viudez repleta de alegorías propias de un medido misticismo, raro en la política argentina. Cristina dejó entrever cierto halo espiritualista entre las vetas de su estilo discursivo, basado en mezclas imaginativas de situaciones que merecían graves análisis de plaza pública,pero con notas socarronas, a veces risueñas, no por eso ausentes de incisivas humoradas. Era contra quienes a su vez ridiculizaban desde su ajuar cotidiano hasta su luto, con sentimientos de honda hostilidad que convertían a la sociedad argentina en una colectora de vastos detritus de odio, encallados en quién sabe que turbias profundidades, que volvían a despertar llenas de aborrecimiento y lodo.

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(Foto: AFP)


Centro izquierda

Kirchner, en sus inicios como presidente, se declaró de centro izquierda, sabiendo que elegía con ese nombre un tanto abstracto, desafiar las ciudadelas habituales que se abroquelan en garitas cerradas de una identidad. Precisamente, jugó con las identidades. El kirchnerismo, creyó Kirchner, siempre desenfadado con su propio nombre, fue esgrimido sin contornos fijos para interrogar a su evidente matriz, el utópico centralismoperonista, al que vio por dentro y por fuera, por su anverso y su reverso simultáneamente. Sabía que con ese nombre sacado de su propio nombre, se exponía a implícitas maldiciones; implicaba interrogar la historia mayor del peronismo sin formulismo burocráticos ni programas para dictaminar quien lo era o quien no lo era. Pero más importante que eso, lo relativizaba como refugio prudencial ante todas las acusaciones que surgían por la acción de un gobierno aluvional, con varios estratos históricos y experienciales en su interior. Si se tuviera que decir a qué expuso Kirchner a los militantes peronistas o no peronistas que lo vieron como una novedad que permitía mirar con interés a las izquierdas clásicas y debatir con ellas, es posible decir una sola cosa. Los expuso a la intemperie. En gran medida eso significaron el kirchnerismo y sus círculos concéntricos, que se originaban de esa anomalía desabrochada de posiciones fijas y con un progresismo desplegado en varios flancos -emancipacionismo, desarrollismo con sensibilidad humanista, izquierda democrática, peronismo social, libertarismo militante. El castigo que recibió esta actitud crítica, lo sintió Cristina en carne propia.

Si hasta entonces el peronismo era una trayectoria histórica a ser analizada, consultada, sometida a alejamientos prudentes y cercanías obvias, vino el momento en que se convirtió en un refugio que evitaba el castigo y la elaboración sistemática de injurias que lanzó el nuevo gobierno a modo de expulsión del kirchnerismo de la norma conservadora, sometido al exorcizo de los especialistas en hechicerías y quema de brujas. Kirchner quizás no lo sospechó, pero echado a rodar ese nombre suizo alemán de una inmigración patagónica. Un apellido común en aquellas tierras, no en esta. Un famoso pintor expresionista también portador del mismo apellido, actuó en la Alemania 20 años de que naciera Néstor, su tocayo. Kirchner con sus compañeros, y en especial su compañera Cristina, fundó la unidad básica “Los muchachos peronistas” en Río Gallegos. Más ortodoxia imposible, el rebelde es cortés con su costado adaptativo. Pero aprovechando el cotejo anterior con el pintor fundador del grupo El Puente en Alemania de los años veinte, diríase que Kirchner fue un político expresionista. Las formas que imaginaban no obedecían a contornos firmes y los cuerpos flotaban en vivaces manchas colorísticas que evocaban toda clase de signos humanoides. La torsión desnivelada y descuidada en la indumentaria kirchnerianas, recuerdan las estampas de aquel remoto y famoso pintor. Toda comparación es injusta o excesiva, aunque se pretenda exacta. Esta la proponemos solo porque no cabe mal la política expresionista para jugar con sucesivas medidas que iba tomando Kirchner con su estilo de ver las contradicciones sociales de un modo realista, pero con toques no tan lejanos de utopismo social. ¿Qué significaba esto? Que miraba el conflicto con el oficio real del político, no inventó conceptos ficticios como expedientes para llorar ante ellos la plegaria del arrepentido.

Gestos e imágenes

Deja una herencia que se mantiene precisamente porque no perduró sostenida en los pilares clásicos de blasones, insignias y cánticos célebres. Vivió dentro de ellos, pero aprendió de la sensibilidad que transmiten una pluralidad de gestos e imágenes. Las dificultades de su dicción, que en sus estudios secundarios le advertían que siendo portador de ese sigiloso sabido interno que acompañaba sus discursos, no le permitían se profesor. El profesor Kirchner quizás hubiera sido blanco de las bromas de sus alumnos. Como presidente, el bromista fue él. ¿Qué es una broma en una gran escena política? De algún modo, significa que el poder es transitorio e incluso efímero, tema que retomó en su momento Cristina Kirchner, que siendo presidenta, proclamó también la finitud de la existencia, enunciado que convivía, lo que no es extraño sino paradojal, con formas de la puja política muy vibrantes. El kirchnerismo tomó y aumentó los rasgos plebeyos del peronismo -pues este había desarrollado en su fase clásica un personal político jerárquico muy bien delineado-, y formuló la idea de que ese momento latinoamericano de presidentes salidos de procesos sociales con el trasfondo de la quiebra del estado neoliberal, era la etapa de “los gobernantes se parecen cada vez más a sus pueblos”. El tono desprejuiciado de esta idea debía complementarse necesariamente con formas de autoridad democrática que fueran visibles y protegieran con rasgos institucionales más enérgicos, la puesta en paridad del poder público institucional con el poder popular movilizado. El kirchnerismo tuvo en ese intento uno de sus rasgos más originales. Kirchner aportada su estilo personal repleto de informalismos, sostenidos siempre en la propensión a romper reglas protocolares, como lo evidenció en su asunción, haciendo dar volteretas al bastón presidencial a modo de consagrar una idea versátil y movediza del poder, pero también ubicua y evanescente.

Finalmente, al poco tiempo de asumir se consolidó la idea maestra del gobierno kirchnerista. Un énfasis económico desarrollista con una fuerte sensibilidad social (planes de apoyo al consumo familiar de personas al margen del empleo y la producción) y el trazado de un horizonte de protección para los derechos humanos, que de por sí dejaba abierta una interconexión sutil y volátil, exenta de organicidad, con las militancias más enfáticas de las décadas anteriores. Con Kirchner y luego con Cristina, la política argentina parecía transcurrir entre el fervor de una militancia nueva, que esgrimía cánticos emancipatorios, y un funcionariado extraído de las más diversas vetas del peronismo, que ante el escrutinio inflexible y por lo general cruel de los medios de oposición -corporaciones con ramificaciones internacionales y un único libreto de recusación a los turbulentos gobiernos que no se ajustaban al credo fondomonetarista-, eran acusados de antemano de corrupción, concepto tomado con énfasis bíblicos, y una estilística que lo asociaba a las criptas y entierros, por lo tanto a la muerte.

Frente a la inducción a todo un colectivo social para que se piense que todo acto kirchnerista era un acto preñado de instancias de muerte -todo comandado por el algoritmo “la corrupción mata”, que convertía toda contingencia en una predestinación de fatídicos significados- Kirchner quizás no percibió como estaban siendo horadadas las nervaduras íntimas de una sociedad que debía cuidar sus expectativas de enjuiciamiento y razón sin confundir lo universal con lo particular, las penosas tragedias con las estructuras deterministas de pensamientos premasticados.

Las apologías corporativas de una globalización que inventaba vidas pseudo transparentes, habilitaban el sinónimo de corrupción para todos los movimientos sociales herederos de las antiguas convulsiones sociales, desde la Revolución Francesa en adelante. Tal desmesurado movimiento conceptual, Kirchner lo interpretó bajo las formas convencionales las luchas políticas, cuando era el nuevo ariete de la infinita astucia del neoliberalismo, que encubría con ese nombre la fosilización de millones de sujetos consumibles como tales en todo el planeta. Al contraatacar sobre las corporaciones que negocian y hacen política con flujos comunicacionales, que también toman su modelo de circulación y plusvalía de las finanzas, sólo atinó a decir que “mienten”. El problema era y es más complejo. Fórmula directa muy simple, aunque no inexacta, para resolver la enredada cuestión de las estructuras activas de la red de mensajes entrecruzados que diseminan los “medios”, “plataformas”, “portales” y “aplicaciones”.

Si hoy se las llama economías del conocimiento y en la época de Kirchner -ayer nomás-, sociedad de la información, se revela con estas mutaciones lingüísticas que se está buscando un nombre definitivo -como durante siglos lo tuvieron la filosofía o las matemáticas-, a esta nueva tecno sociabilidades, en general saludadas por los políticos y los analistas ( véase La nueva América Latina de Fernando Calderón y Manuel Castells), exigiendo apenas un pluralismo que matice el control centralizado de la información por las tecnologías de metadatos que al consumirse crean formas entumecidas de individuación subjetiva. Kirchner en cambio había sido formado por el cenáculo, la intimidad de los conjurados, la plaza pública, la memoria de los desaparecidos que provenía de su juventud militante, los retazos de un nacionalismo popular combinado con un estatismo que intervenía en la vida económica, sin asfixiar a las empresas que eran apenas objeto de un regulacionismo obviamente necesario. Le hubiera costado adecuarse a lo que Alberto Fernández llamó recientemente, con expresión adecuada y crítica, la “uberización de la economía y la sociedad”.

No obstante, si una lección deja el kirchnerismo, si se pudieran hacer de él un limpio recorte respecto a su matriz originaria en el peronismo -lo que hoy parece estar lejos de las posibilidades de los análisis más reflexivos-, es que la decisión política no debía depender de una hipótesis previa de adecuación a los poderes ya configurados y amasados en los ciclos históricos anteriores. La política así concebida perdería la capacidad de ser un hecho singular capaz de desacomodar el presente, quitándole su tendencia a crear poderes que se reproducían en su alienación al infinito. Y que solo aceptaban ser regulados por coaliciones mundiales que se entrecruzan en guerras localizadas en la esfera económica, comercial o cultural, todo ello simultáneamente o en segmentos sucesivos.

Kirchner pensó la política a partir de un humanismo pragmático nunca definido de esa forma. Pero su empirismo irónico y sus evocaciones a la “generación diezmada” le aportaban una idea de la historia como un piso siempre quebradizo donde lo humano está obligado a rehacerse siempre bajo una voluntad política auto reconstructiva. Por lo tanto, actuó siempre con pensamientos que no se privaban de ser titubeantes en la medida que eran una búsqueda incesante de artes sorprendentes de intervención, procurando los lugares que fueran sólidos por estar también fuera de lugar. Su excepcionalidad, así, nació de su experiencia política contorneada por los modos tradicionales del partidismo y la construcción de comunidades abiertas. Fue todo lo irrepetible que se puede ser cuando, de tanto en tanto, de los pliegues más previsibles de una aglutinación política, sostenida en movimientos comprensibles de acumulación, se parten las aguas y emerge, impregnado de novedades sorpresivas, un personaje que se sacude un traje arrugado y está dispuesto a lanzarse a la intemperie. «