Algo que aprendimos de los últimos 30 años de democracia argentina es que la división de mi adversario es clave para ganar las elecciones presidenciales. El régimen electoral presidencial, a diferencia del parlamentario, requiere grandes cantidades de votos hacia un único candidato para formar un gobierno. Enormes. Antes de la democratización de 1983, sólo Yrigoyen y Perón tuvieron esa fuerza popular. Luego, la primera elección del ciclo democrático fue especial: el horror a la dictadura, las torpezas del justicialismo ortodoxo y las innegables virtudes del candidato Alfonsín le permitieron a la UCR volver a reunir una mayoría electoral extraordinaria. Desde entonces, el sistema se ha vuelto cada vez más dependiente de circunstancias excepcionales que permitan a los partidos políticos construir esas mayorías que el sistema demanda. Cuando se juntaron esas grandes masas de votos (las elecciones de Menem y De la Rúa, cercanas al 50%, y la reelección de Cristina Fernández, que llegó a un histórico 54%) no fueron votaciones rutinarias para elegir al titular de la administración pública. Siguiendo la tradición argentina, fueron movimientos detrás de una consigna fuerte. 

En 1994, la Reforma Constitucional introdujo el voto directo (chau Colegio Electoral, que sólo había tenido sentido real en períodos de fraude o proscripción) pero dándole un respiro a la exigente tradición argentina. Desde entonces, se gana las elecciones con 40% de los votos y 10 puntos de diferencia sobre el segundo, o quedando primero con el 45 por ciento. Y si ninguno llega, con una segunda vuelta electoral. En este esquema, la división del adversario es fundamental. Es imposible llegar al 40 y tener 10 puntos de diferencia sobre el segundo con sólo dos candidatos relevantes. Tiene que haber tres, o más. Y la misma lógica aplica para las «mayorías de balotaje».

Comenzando a pensar en 2019, el marco institucional anterior ayuda a entender por qué la división del peronismo es clave para Cambiemos. Aunque nada debe descartarse, lo cierto es que hoy a los políticos les cuesta imaginar esas mayorías de más del 50%, como las de 1983 o 2011. Las últimas tres elecciones nacionales –incluyendo 2015, la primera con balotaje– fueron otra cosa. Sin embargo, si las elecciones de 2017 hubieran sido presidenciales, Cambiemos ganaba en primera vuelta. La precondición de ello fue la división del amplio y heterogéneo universo peronista. Una constante desde el cisma de Massa.

En las dos primeras elecciones, las de 2013 y 2015, la división peronista tuvo el factótum de un partido emergente, el Frente Renovador con base en el puerto de Tigre. Pero en el balotaje de 2015, en el Congreso Nacional desde 2016 y en las legislativas del año pasado, el motor de la división tuvo más que ver con las provincias que con el massismo. Concretamente, varios gobernadores prefieren convivir con Macri presidente antes que lidiar con sus propios compañeros. Y compañera(s).

Obviamente, esta cuestión de las incompatibilidades familiares es un tema fundamental para el peronismo. El número uno, digamos. Pero también afecta a las estrategias de Cambiemos. Se le abre un dilema. Si pretende salir a ganar por goleada, tiene que apostar fuerte al interior. Pero eso implica tomar decisiones que pueden unificar al peronismo. Más concretamente, que todos los gobernadores y jefes partidarios peronistas sientan en serio que «para un peronista no hay nada mejor que un peronista», como decía el General. Ello hoy depende de que se sientan asediados por la Nación, o no.

Los gobernadores justicialistas de Entre Ríos, Córdoba, Tucumán, Salta, San Juan y otras provincias, y el jefe del bloque peronista del Senado, son hoy los actores con peso institucional de la oposición. Reuniones por «la unidad del peronismo» sin ellos sentados ahí, no tienen factibilidad ni sentido. Y ellos, a decir verdad, no están totalmente convencidos de esa unidad porque no terminan de verle sentido a nivel local. Necesitan ver un poco más. Macri en la Casa Rosada hoy es una realidad para ellos, el titular de un gobierno con el que tienen que conversar en forma cotidiana para administrar sus provincias. El peronismo, hoy, es incertidumbre. Ahora, si el comando electoral de Cambiemos decide poner toda la carne en el asador para ganar en las provincias que hoy gobierna el justicialismo, y se tensa el diálogo institucional Nación-provincias en un contexto de ajuste del gasto público, entonces va a ser el «peronismo que gobierna» el más interesado en dar batalla a Cambiemos. Ya no sólo para ganar la Rosada, sino para mantener el color político de sus distritos. Por eso, el propio diseño estratégico de Cambiemos va a ser fundamental para la unidad peronista. Muchos gobernadores hoy están íntimamente convencidos de que Macri quiere que todos los que gobiernan sigan en sus sillones en 2019. No obstante, esa estrategia cauta y conservadora puede ser insuficiente para Cambiemos. Y en algún momento hay que elegir. «