A fin de no caer en los análisis abstractos y generalizantes que nos impone el pensamiento hegemónico, es necesario observar las diferentes crisis institucionales que atraviesan los países latinoamericanos en relación a dos factores fundamentales. Por un lado, las orientaciones político-ideológicas de sus dirigencias políticas y sus respectivos programas de gobierno; por el otro, aunque relacionado con lo anterior, el grado de subordinación existente entre estos países y la potencia que mayor incidencia tiene en el devenir político de la región: Estados Unidos.

Más allá de la debilidad estructural que presentan nuestras instituciones debido al carácter semicolonial de sus distintas configuraciones estatales, las mismas siempre estuvieron sujetas a la permanente tensión entre soberanía y dependencia, con períodos alternados de mayor o menor autonomía.

Los progresismos que gobernaron durante la primera década de este siglo supieron conformar diversas herramientas institucionales, nacionales y regionales, que sirvieron para garantizar cierto margen de maniobra ante la ofensiva imperialista la cual, pasados los años, se fue acelerando hasta llegar a niveles inusitados, tal como lo vemos en la actualidad.

Todo este andamiaje que, con sus limitaciones y erosión previa, se mantuvo mientras transcurrieron los gobiernos de corte “nacional &popular” fue rápidamente destruido por la intempestiva llegada de presidentes neoliberales. La esencia expoliadora del modelo que pronto aligeró su marcha en nuestro continente adoptó diferentes formas, así como también características comunes a nivel regional. El reinado de las transnacionales y el carácter injerencista de la política aplicada por sus principales Estados patrocinadores comenzó a desplegarse con rauda y aséptica precisión. En tal sentido, las instituciones soberanas de cada uno de los países en los cuales arribaron este tipo de gobiernos quedaron subordinadas a sus planes estratégicos y, en consecuencia, completamente vulnerables a los poderes externos. La oleada neoliberal terminó afectando incluso a los bastiones progresistas resistentes, víctimas constantes de la nueva embestida.

Tal situación se explica en el hecho de que Estados Unidos y el resto de las potencias occidentales necesitan preservar sus posiciones conquistadas, hoy en incipiente aunque franca decadencia. Por ello, sus principales políticas tienen como fin la destrucción de las distintas reservas de poder estatal soberano como forma de afianzar la injerencia y la ejecución de planes totalmente ajenos a los distintos intereses de las naciones latinoamericanas. La desestabilización y la ruptura de las estructuras locales de gobierno forman parte de esta ofensiva.

Aquí es donde las variantes del discurso neutral caen en su plácida y cómoda vaguedad, la misma que las empuja a idealizar el republicanismo en países imperialistas sin advertir el verdadero sustento de su aparente equilibrio. Así, bajo una fachada de imparcialidad terminan reproduciendo lo más elemental de la lógica dominante y de sus malintencionadas herramientas de propaganda mediática.

No registrar las relaciones de poder entre las potencias y las semicolonias y, por ende, la relativa posición de debilidad con las cuales las segundas cuentan a la hora de impedir la cesión de soberanía ante el avance de las primeras constituye una de las costumbres típicas entre los incontables análisis que abordan las crisis institucionales de nuestra región.

Es necesario remarcar que, en relación a esto, existe cierta predilección de parte de la ideología hegemónica por detectar errores en las democracias tercermundistas, sobre todo en las progresistas. No sorprende. Una parte importante de la academia pregona cual biblia los modelos liberales anglosajones y europeos. Son estos paradigmas teóricos los que, por obvias razones, reproducen esquemas pretendidamente universales que luego son utilizados para analizar casos particulares en países con estructuras disímiles.

Para ejemplificar este punto se pueden tomar algunos de los reparos más comunes al momento de abordar la realidad política latinoamericana: el personalismo y la falta de alternancia en el poder. ¿Se puede negar que ambas características se repiten entre los liderazgos progresistas de América Latina? No, claro que no. Como tampoco se pueden desconocer los distintos problemas inherentes a cada una de las experiencias democráticas de nuestra historia reciente. El inconveniente aparece cuando se pretenden analizar las distintas limitaciones o faltas institucionales de manera abstracta y fuera de contexto. La interesada apelación a los sistemas democráticos liberales encuentra su correlato en una peculiar manera de (no) advertir el potente ataque que Estados Unidos y secuaces vienen propinando contra nuestras formas soberanas.

Es constante el reclamo de “legitimidad” por parte de la intelectualidad pro civilización hacia “las formas autoritarias” que adoptan los distintos “populismos de izquierda” latinoamericanos. Lamentablemente, el silencio ante los continuos intentos de golpe de Estado sufridos por estos gobiernos a lo largo de los últimos años deja dudas sobre su aparente preocupación por el respeto de la ley.

De forma explícita o no, son evidentes la referencias a la estabilidad democrática de los países occidentales “avanzados”. La extensa presencia en el poder de la canciller Angela Merkel, mandataria alemana desde el año 2005, no es tan finamente escrutada por las puntillosas críticas de moda, como tampoco lo es uno de los sustentos fundamentales de la solidez institucional del país que gobierna. Recordemos el rol nefasto que jugó el gobierno alemán en la crisis griega como principal representante del Banco Central Europeo y pleno autor/ejecutor de los más terribles planes de ajuste aplicados sobre esta nación europea”.

Y sí, el “envidiable” equilibrio de las instituciones democráticas con las que cuentan las potencias occidentales se asienta en la constante injerencia que estas practican sobre los países subordinados a sus estrategias económicas, políticas y, en consecuencia, institucionales.

Claro está que los avances en materia de autodeterminación no garantizan la fortaleza democrática per se. Los vicios propios de un sistema que se nutre de la inequidad estructural y reproduce formas verticalistas por naturaleza estarán siempre presentes y, en mayor o menor medida, quedarán sujetos a las presiones que ejerzan las distintas clases sociales por ocupar un lugar dentro de esa configuración. En este sentido, siempre es un buen momento para elaborar estrategias democratizadoras propias que apunten a la construcción de igualdad y, al mismo tiempo, luchen contra las poderosas fuerzas externas que intentaron, intentan e intentarán socavar cada una de ellas.