En la semana pasada, las protestas de los movimientos sociales se hicieron sentir en la Ciudad de Buenos Aires. Los ingresos que perciben no alcanzan, y piden aumentos y nuevas asignaciones. También, hay un contexto político: llegó un nuevo ministro, y desde afuera, La Cámpora pide una reestructuración general de las políticas sociales. Muchos de los que marcharon son los que temen quedarse afuera, por los cambios gubernamentales.
Pero más allá de estas demandas y tramas de palacio, lo que expresa la movilización social es que hay una representación y una agenda política de los pobres y los desocupados estructurales en Argentina.
Hace 20 años, cuando la convertibilidad resquebrajaba y la sociedad se preparaba para estallar, el Estado argentino no estaba verdaderamente al tanto de lo que ocurría en los barrios precarios del Gran Buenos Aires. Hoy, probablemente no haya nadie pensando en serio en cómo sacar a los más pobres de su pobreza, pero al menos hay muchas instituciones y organizaciones dedicadas a atenderla y administrarla.
Mientras tanto, hay otro amplio sector de la sociedad que vive penurias cada vez mayores, pero carece de representantes políticos. Es la porción de argentinos que se siente de clase media, vive en casas bien construidas en barrios decentes, pero tiene los ingresos de un pobre. Sus empleos o subempleos les permiten comprar comida cada vez menos cárnica, y los servicios públicos domiciliarios, pero nada más. La eventual caída al piso del celular que hace 3 o 4 años que no se actualiza se convirtió en la pesadilla de este tiempo. Una notebook nueva, de gama media, equivale a dos o tres sueldos mensuales de estos clasemedieros imaginarios, que ya no son tales.
En un mundo global, con precios cada vez más globalizados, la «clase media» argentina tiene salarios -medidos en dólares- similares a los que se pagan en los países pobres del hemisferio sur. Consecuencia, en gran medida, de un mercado laboral exiguo que permite nivelar hacia bajo y empeorar cada vez más las condiciones de contratación. La combinación de desempleo, salarios bajos y alquileres altos es explosiva.
La política argentina no está preparada para este nuevo desafío social, que es un cross a la mandíbula de la identidad nacional. El «antiguo» radicalismo y el «moderno» cambiemismo siempre buscaron el voto de una clase media que ya estaba constituida y que se las arreglaba sola. Ese voto era más una expresión que una representación. Algo similar podemos decir del progresismo urbano, presente en diferentes fuerzas políticas. Y en el campo oficialista, pese a que el «antiguo» peronismo fue un constructor de clases medias, el «moderno» kirchnerismo -o una parte de él, al menos- creyó ver en ella un adversario electoral y se concentró en los pobres.
El problema del ocaso de la clase media no se resuelve con una ineficiente ley de alquileres ni con una partida presupuestaria. Planes de cuotas fijas, precios cuidados o subsidios a los servicios son un alivio necesario, pero nuestra clase media es más que una canasta de consumos. Es el sueño argentino de progreso y bienestar, que se manifiesta de diferentes formas. Y es evidente que la Argentina de hoy ya no construye clase media ni sabe cómo hacerlo. Gobernarla debe incluir la realización de nuestra aspiración de vivir bien, pensar qué cosas deben hacer el gobierno y la sociedad argentinas para sentar las bases de otro ciclo de crecimiento sostenido y llevarlo a cabo. La idea de que la economía argentina funciona y que la política argentina debe regularla y compensar los excesos del mercado está agotada. Argentina tiene un problema general de productividad, con algunas islas de excepción, y su motor económico está detenido. Por esa razón, representar a la clase media es, más que ninguna otra cosa, proponer un horizonte al país del trabajo y la movilidad social que le dio existencia.
La representación de la clase media, como modelo, requiere de un movimiento político y un clima productivo que alguien debe poner a funcionar. Relanzar a la Argentina. «