La política social en Argentina esconde grandes mitos que a costa de las operaciones mediáticas permanentes se convierten en falsas afirmaciones. Entender la complejidad del debate actual en torno a los Programas Sociales implica remontarse a la reconfiguración de la estructura social argentina, que se modificó bruscamente a partir del momento en que el empleo formal dejó de ser el ordenador de la vida de millones de personas, durante las reformas neoliberales de los años noventa.

Origen

El neoliberalismo planteó un nuevo escenario de principios y conductas que remodelaron el sentido de las relaciones humanas. En 1995 el desempleo quintuplicaba los indicadores de 1983 y la riqueza se concentraba cuatro veces más que al regreso de la Democracia. La desmovilización de las estructuras sindicales y el plan de desregulación económica limitó el rol del estado en el mercado de trabajo.

La explosión del modelo con altísimos niveles de pobreza y la destrucción del entramado productivo habilitó la discusión para salvar las consecuencias «no deseadas» de la demora en el derrame de ganancias de los sectores más poderosos a los más débiles. Esa coyuntura reforzó, no sólo en la Argentina sino en el mundo la matriz de subsidiar la ausencia y la falta de expectativas del mercado para generar empleo registrado, ya no en forma de pensiones, sino como Programas Sociales.

En ese contexto proliferaron organizaciones que acompañaron la reasignación de esos recursos y al mismo tiempo construyeron un paradigma de representación sobre un nuevo sujeto social, «el desocupado». La Central de Trabajadores Argentinos entendió esa nueva demanda y construyó un nuevo universo de representados bajo la consigna «la nueva fábrica es el barrio». Toda una declaración de principios en relación a donde se asentaba la conflictividad que inauguraba el nuevo siglo.

El «Costo» de la Política Social

Analicemos algunos datos importantes para dimensionar el «Gasto Social».

En general se cuestiona solo “un” modelo de subsidio, pero no la herramienta.

El Estado Argentino gastó en las siete rondas del ATP casi 3 veces más de los que gasta anualmente en el Programa Potenciar Trabajo. Eso da cuenta de que casi 420.000 empleadores fueron subsidiados de la misma forma que los millones que cobraron las 3 rondas de IFE, por un total de 265 mil millones de pesos; según datos de la Secretaría Nacional de la Pequeña y Mediana Empresa

El «Potenciar Trabajo» representa el 0,093 del presupuesto nacional. Asimismo, es solo el 28,6% del Presupuesto de la cartera ministerial, concentrada fundamentalmente en la ejecución de la Tarjeta Alimentar (casi 60%). Sin embargo, es el más discutido por los actores políticos y los periodistas. Vayamos a un comparativo global.

El Sistema de Seguridad Social en Argentina es junto al de Brasil el segundo más alto del Continente, en 2019 implicaba un 49% del Presupuesto Nacional de los cuales el 34% se asignaba en Jubilaciones y solo el 1,82% en Programas Sociales a los que si se le sumaba la AUH alcanzaban el 4,7%.

Ese esquema aumentó exponencialmente durante la Pandemia incorporando las políticas del IFE y el ATP. Una tendencia que se repite mundialmente, sólo en España, el crecimiento sobre el PBI fue de casi 13%.

Los datos indican que la incidencia de los Programas Sociales en el Presupuesto Nacional es absolutamente insignificante algo que no se condice con el nivel de polémica que generan cotidianamente.

Trabajo no es Empleo

En la Argentina actual necesitamos discutir seriamente como se reconoce la creación y reproducción del valor para superar lo que en China se denomina “período de humillación”, una etapa donde el trabajo no se relaciona con la concreción de derechos. Tenemos que recuperar la relación entre trabajo, estabilidad y movilidad social ascendente.

El sentido de social del trabajo nunca estuvo definido en relación a los intereses de las comunidades. Cuando el Estado interviene de manera efectiva en ese proceso, es posible, que las perspectivas se adecuen y armonicen. Pero lo que más nos interesa destacar es que al margen del carácter socialmente necesario del trabajo, hace no mucho tiempo vivimos en sociedades de «pleno empleo» con una desocupación residual. Esa perspectiva se refleja en las estadísticas. En el año 1974 hubo solo 2,5% de desempleados, dato que contrasta con el 18% del año 2001. Pero no solo eso, al crecimiento del desempleo, hay que sumarle el del empleo no registrado, un problema muy actual pero ajeno a los modelos de bienestar. La informalidad laboral y el nuevo esquema de relaciones productivas con un fuerte aumento del sector servicios, en detrimento de la industria fue normativizando un fenómeno denominado «precarización».

En ese esquema de prestaciones sociales emergió un sector que construyó su propio trabajo en diálogo directo con las necesidades de su entorno. La Economía Popular es el emergente de las necesidades sociales que expresan los tiempos actuales donde las acciones de los recicladores urbanos coinciden con el paradigma de la reutilización de múltiples productos y las tareas de cuidado aparecen visibilizadas luego de años de lucha del movimiento feminista. Es decir, se visibiliza como trabajo aquello que se ocultaba como mandato familiar y se generan nuevas necesidades sociales que reconfiguran mercados alternativos de producción.

Por lo tanto, lo que debe problematizarse es el concepto de «Convertir a los Planes Sociales en Trabajo». Eso es un error grosero de quiénes pretenden representar a los sectores populares.

Quiénes cobran planes sociales constituyen un universo de 870.000 personas y perciben 15mil pesos mensuales. El «Potenciar Trabajo» reconfiguró el sentido de la contra-prestación para orientarlo a prácticas laborales de impacto comunitario (desde cooperativas de reciclado hasta acciones de refacción de infraestructura escolar).

El problema no es el trabajo. Los compañeros y compañeras trabajan. El problema es convertir su trabajo en Empleo. Ese es el desafío de la Argentina del Siglo XXI.

Formular equivocadamente el problema es admitir algo que las minorías han instalado en el sentido común: cobrar un programa social te convierte automáticamente en “vago”, “choriplanero”, entre algunos sin sentidos. Estigmatizar a los que menos tienen no es el mejor camino para empezar a debatir seriamente estos temas.