Será la altísima carga de la deuda pública, más que cualquier otra razón geopolítica o posicionamiento internacional, la que obligará al próximo gobierno a buscar aliados que lo ayuden a reordenar su frente externo. La concentración de vencimientos en el corto plazo es incompatible con el logro de cualquier superávit fiscal razonable, sea que se lo logre a través del ajuste de gastos o de una política expansiva que genere mayores ingresos públicos.

Sólo en el año 2020, las obligaciones suman U$S 63.806 millones entre amortizaciones de capital e intereses, admite el último informe oficial de la Secretaría de Finanzas. El momento más difícil será el segundo trimestre, cuando se concentran vencimientos por alrededor de U$S 18 mil millones, según el detalle que elaboró el Instituto del Trabajo y la Economía (ITE) de la fundación Germán Abdala.

En el gobierno saliente relativizan la herencia que dejan en esa área. Señalan que gran parte de la deuda es intraestatal, de refinanciación casi automática. El ministro de Hacienda, Hernán Lacunza, estimó que el capital a pagar con acreedores privados y organismos internacionales ronda los U$S 28 mil millones. Así y todo, es casi el 6% del PBI.

El peso de esas cifras se combina con el cierre de los mercados voluntarios de crédito. El riesgo país, considerado como el diferencial de interés que pagan los bonos argentinos con los del Tesoro estadounidense, supera los 2300 puntos; pasado en limpio, los mercados exigen tasas usurarias para aceptar títulos que, sospechan, podrían no ser pagados. Tampoco el gobierno tiene plafón para endeudarse en el ámbito doméstico. Los inversores locales ya sufrieron en carne propia el default de las Letes que vencieron con posterioridad al 29 de agosto, cuando Hacienda reprogramó el pago: sólo abonó el 15% del capital y el resto lo refinanció de manera unilateral a tres y seis meses.

En todo está el Fondo

En algún momento se tomaron como referencia las salidas que pergeñaron Uruguay en 2002 y Ucrania en 2014 para sus respectivas crisis. El país vecino logró que la mayoría de sus acreedores aceptaran un canje de títulos para estirar por cinco años las fechas de vencimiento, manteniendo los intereses originales. Los ucranianos, por su parte, consiguieron en la negociación una reducción del capital del 20%, además de un plazo adicional de cuatro años. Pero en un trabajo elaborado en base a esos casos, el IARAF (Instituto Argentino de Análisis Fiscal) hizo notar que ambos acuerdos requirieron el aval del Fondo Monetario Internacional.

En el caso de Ucrania, por ejemplo, el paso de un programa stand by, como el que ahora tiene Argentina, a otro de facilidades extendidas (EFF, en la jerga del organismo), implicó una reforma tributaria, cambios en la estructura estatal y privatización de empresas, a cambio de un préstamo de U$S 5000 millones. También Uruguay debió aceptar acuerdos comerciales con México y Estados Unidos, modificaciones impositivas y una política aerocomercial de cielos abiertos.

Aun así, el saldo de tales acuerdos no fue gratuito para ambos países, que requirieron de fortísimos ajustes fiscales, del 2,7% del PBI en el país oriental y del 4,2% del PBI en el caso de Ucrania. ¿Serían compatibles esos números con una política de crecimiento, como la que pretende encarar el Frente de Todos? ¿Podría exigirse tal esfuerzo en una sociedad donde la pobreza orilla el 40%, el empleo privado y el salario no paran de caer y las tarifas de servicios públicos se fueron a las nubes? Como referencia, el Presupuesto 2020 del macrismo, basado en la continuidad del ajuste, contemplaba una mejora en el saldo primario de apenas un punto y medio del PBI (pasar de un déficit del 0,5% a un superávit del 1 por ciento).

«La imperiosa necesidad de reactivar la economía genera presión a aumentar el déficit fiscal, mientras que la experiencia de Ucrania y Uruguay marcan que la reestructuración de la deuda derivó en la generación de importantes superávit primarios. Este conflicto de objetivos es claro», señala el IARAF. «