¿Los ex funcionarios y referentes kirchneristas encarcelados por el régimen de la alianza Cambiemos son presos políticos o víctimas de arrestos arbitrarios? El Poder Ejecutivo, para no enturbiar la reconstrucción del estado de Derecho en el país, se inclina por la segunda lectura y apuesta a la revisión de cada una de sus causas por parte de la Corte Suprema. Un desafío contrarreloj, ya que la dilación de semejante herencia convertiría a sus damnificados en presos políticos de este gobierno. En medio de tal encrucijada, las nuevas autoridades deberán también desmontar ciertos mecanismos ideados por el macrismo con fines persecutorios, como el programa penitenciario IRIC (Intervención para la Reducción de Índices de Corruptibilidad), aún vigente en cuatro pabellones de Ezeiza y Marcos Paz.

Tal ocurrencia normativa, concebida por colaboradores del ex ministro de Justicia, Germán Garavano, fue presentada en sociedad el 31 de marzo de 2016 a través de un comunicado del Servicio Penitenciario Federal (SPF). No se había cumplido aún la decimosexta semana de Mauricio Macri en el sillón de Rivadavia: Y aquello indica el nivel de planificación que tuvo la cacería en ciernes, además de su carácter precoz.

A través de la prensa afín al oficialismo de entonces, las bondades del IRIC supieron causar un gran beneplácito en la parte «sana» de la población, puesto que a través del arte de la palabra sus fundamentos apuntaban hacia el sentido común, y con una lógica similar a la de la llamada «doctrina Irurzun», que ordena prisiones preventivas para ex funcionarios, quienes, raíz de los lazos creados por el poder que tuvieron, podrían entorpecer el avance de sus causas. De modo que la IRIC extiende tal principio a esa misma clientela, ya detrás de las rejas; es decir, detenidos de alto perfil y poder adquisitivo con capacidad de influir y torcer las reglas del SPF mediante sobornos u otros beneficios al personal. Una suerte de práctica lombrosiana con parámetros patrimoniales. Y que tiene su correlato entre los «candados» –tal como en la jerga se los llama a los guardiacárceles–, dado que estos, además de cumplir una serie especial de requisitos (no tener deudas ni hipotecas ni familiares enfermos u otros flancos que los haga sobornables), eran previamente investigados y también puestos bajo la lupa durante sus funciones. En consecuencia, la IRIC no era sino un semillero de buenas intenciones, así como solía expresar el jefe del Régimen Correccional del SPF –y responsable del programa–, Fernando Martínez, en los estudios de televisión. También hubo al respecto guías, instructivos y hasta un seminario internacional.  

Pero en realidad todo era más ominoso. Pero eso recién saltó a la luz pública en el otoño pasado por un episodio digno de evocar.

Por entonces, con el espía polimorfo Marcelo D’Alessio tras las rejas, la causa que instruía el juez federal de Dolores, Alejo Ramos Padilla, marcaba el declive del lawfare, uno de los deportes predilectos del gobierno de Macri. En esas circunstancias, Elisa Carrió presentó una denuncia penal por una presunta operación de los presos kirchneristas para deshacerse del fiscal federal Carlos Stornelli de la causa de los cuadernos. Su prueba: unas escuchas telefónicas que le llegaron –según ella– en forma anónima.

Los audios fueron irradiados el domingo 26 de junio en los ciclos PPT, de Jorge Lanata, y La Cornisa, de Luis Majul. Allí se oyen conversaciones entre el ex embajador ante el Vaticano, Eduardo Valdez, con el ex funcionario del Ministerio de Planificación, Roberto Baratta, y el ex titular de Transporte, Juan Pablo Schiavi (estos últimos, desde el Penal de Ezeiza).  Según la producción de Majul, las intervenciones sobre los teléfonos de esa cárcel fueron legales, ya que se hicieron en el marco de una causa contra el presunto «Rey de la Efedrina», Mario Segovia.

No era exactamente así. Y en aquel momento Valdez lo deslizó con una lógica aplastante: «Son tan obvios que ante una causa que los incrimina por espionaje ilegal publicitado desde los medios de comunicación (en referencia al asunto D’Alessio) responden con… escuchas ilegales publicitadas desde los medios de comunicación».

Lo cierto es que lo sucedido desnudó la verdadera función de la IRIC: el fisgoneo sobre los presos, algo muy mal visto por el Código Penal.

Desde luego que aún flota una pregunta: ¿cuántas causas judiciales habrían sido manipuladas con dispositivos de esta clase?

En rigor, las escuchas en Ezeiza fueron hechas en forma clandestina por el «Área 50», tal como se le dice en forma coloquial al servicio de inteligencia del SPF (por haber funcionado alguna vez en la calle Paso al 50). Otro de sus recursos clásicos ha sido la infiltración de sus agentes entre los celadores. Una práctica generalizada entre el personal carcelario para –en tiempos normales– abortar fugas o delitos puntuales, entre otros requerimientos de la seguridad interna. Pero que en los últimos cuatro años tuvo motivaciones de otro signo; específicamente, aplicarla sobre detenidos que provenían de la oposición, generándose por su sistematicidad una suerte de naturalización del espionaje político.

Eso fue planeado desde la cúspide misma del poder. Y con el propósito de «quebrar» a los espiados para convertirlos en «arrepentidos». El producto del fisgoneo era entregado por sus hacedores al SPF, al Ministerio de Justicia, a la AFI, al Poder Ejecutivo, a fiscales y jueces federales, además de distribuirse las comunicaciones captadas en ciertos medios gráficos y audiovisuales para su difusión discrecional.  

Tal vez por su apariencia razonable e inofensiva, el IRIC aún sobrevive en silencio a los rigores de la transición. Pero como instrumento abusivo de un régimen que ya se replegó, seguramente tiene las horas contadas.  «