Por qué el castigo sigue siendo la respuesta a todas las preguntas? ¿Por qué la cárcel es la única forma que puede asumir ese castigo? ¿Por qué resulta muy difícil imaginar otras formas de reproche social, por ejemplo a través de la expansión de la justicia restaurativa? A lo mejor, la respuesta a estas preguntas podemos encontrarla en aquel viejo refrán que dice: cuando la única herramienta que tenemos en el cajón es el martillo todos los problemas se parecen a un clavo. 

El caso Brian, en Flores, volvió a poner sobre el tapete la «baja de la edad de imputabilidad». No se trata de un tema nuevo, y no es cierto –como dijo el ministro de Justicia de la Nación– que no haya habido debate en los últimos años. Hace rato se discute en la Argentina qué hacer con algunos jóvenes que quebrantan la ley. El hecho de que no se haya resuelto en los términos que quiere el macrismo no significa que sea una cuestión pendiente. De hecho, cada vez que un adolescente de 14 o 15 años gana la tapa de los diarios con hechos semejantes –y no son muchos–, nos sorprendemos repitiendo los mismos argumentos frente a las mismas bravatas que despotrican la vecinocracia y sus voceros demagógicos.

Es cierto, como dicen Garavano y Bullrich, que en Argentina no tenemos ni la cantidad ni la calidad de datos para que estos debates sean vigorosos. Pero los pocos datos que contamos señalan lo contrario a lo que sostiene la vecinocracia, esto es: que los delitos violentos cometidos por los menores de 16 años son casos excepcionales. Solo el 1% de los jóvenes en régimen carcelario de menores cometió delitos graves. Más aun, en aquellos países que tanto les gusta citar, que producen con solución de continuidad estadísticas, no sólo corroboran que se trata también de casos excepcionales, sino que allí donde se implementaron las reformas que ahora se buscan sancionar en Argentina, no se ha logrado retroceder el delito que tanto nos indigna.

La pregunta que deberíamos hacernos, y no voy a responder en esta nota, es la siguiente: ¿por qué nos ensañamos con los más jóvenes? ¿Por qué insistimos pensar las conflictividades sociales desde casos extraordinarios? Y que conste que tampoco estoy diciendo que estos casos excepcionales –por cierto, a veces muy trágicos-, no merezcan ningún tratamiento o haya que subestimarlos. Pero tampoco conviene sobrerrepresentarlos. Más aun cuando el marco para hacerlo es una agenda adultocentrista, que ensaya un tratamiento desigual para los distintos delitos dolosos o culposos que se comenten en el país. Porque convengamos, y las estadísticas así lo demuestran, que en Argentina tenemos muchísimas más chances de morir atropellados en la esquina de casa por alguien que pasó un semáforo en rojo o iba a toda velocidad, de morir tirados en la cama porque la obra social o el Estado no cubre el tratamiento costoso que demanda la enfermedad, que en manos de un joven en ocasión de un robo. Sin embargo, la tapa de los diarios no se la llevan ni la obra social, ni los médicos, ni los inspectores de tránsito: se las llevan los jóvenes masculinos morochos que viven en barrios pobres. El problema no es la muerte sino la clase social de la víctima. La novedad no serían los delitos violentos sino que estos son cometidos por jóvenes negros a víctimas blancas. «

* Investigador de la Universidad Nacional de Quilmes y director del Laboratorio de Estudios Sociales y Culturales sobre Violencias Urbanas. Integrante del CIAJ y la Campaña Nacional contra la Violencia Institucional.