El sueño húmedo de los CEO empieza a hacerse realidad: en el Conurbano Bonaerense la cifra de desempleo ya trepó a los dos dígitos. Y el país está a menos de un punto de alcanzar la «cifra mágica» que permitirá –creen– negociar salarios a la baja, suprimir derechos de los trabajadores y reducir «costos laborales». 

Cierto empresariado argentino suele operar como la fábula del sapo y el escorpión. Maximizar ganancias recortando la capacidad de compra de sus empleados atenta contra el consumo, que representa el 70% de la actividad económica argentina. La ecuación, que hoy entusiasma a empresarios de distinto calibre, tiene resultados negativos. Pero está en la naturaleza de los malos empresarios –como en la del escorpión– suicidarse ahogando al consumidor. Es lo que hay. El problema es que el Estado, en tiempos de Mauricio Macri, opera con esa misma lógica. La crecida del desempleo es consecuencia directa de las políticas oficiales: asfixia al consumo, importaciones, timba financiera. El gobierno dice que con eso «favorece» las inversiones, que de todos modos no llegan, como no llegará el «derrame» de las ganancias acumuladas por los beneficiarios del modelo. Lo que llega, como corresponde a los ciclos neoliberales, es una mayor desigualdad.

El informe «Global Wealth» que elabora Boston Consulting Group (BCG) indica que en la Argentina unas 106 familias concentran casi el 10% de la riqueza privada. El trabajo, que se realiza desde hace 17 años, muestra al país en línea en el mundo, donde se amplía la brecha entre los que más y menos tienen. Pero Argentina tiene una particularidad: gran parte de sus fortunas –un 60%, de acuerdo al informe –, está en el exterior. La cifra supera varias veces el promedio de la región, que oscila entre el 10 y el 15%. Como se pudo apreciar en los Panamá Papers, el presidente Macri está al tanto de esa pulsión de los ricos locales por fugar sus divisas. 

El informe ofrece, eso sí, un consuelo de tontos. Argentina todavía no está entre los países con peor distribución del ingreso. Colombia, Chile y Perú, por ejemplo, presentan una concentración aun mayor. Por ahora.

El economista Daniel Schteingart resumió el deterioro en la distribución del ingreso con un tuit: «El coeficiente de Gini en Argentina fue en 2016 más bajo que el de cualquier momento de los ’90, similar al de 1986 y 2011, y mayor al de 2015». El coeficiente de Gini se usa para medir la equidad distributiva. Cuanto más se acerca a 0, indica que la distribución es más justa; cuanto más se aleja, más desigual. Según la secuencia de Schteingart, el gobierno de Macri elevó fuerte la desigualdad durante el primer semestre de 2016. Y todavía sigue así. No fue un daño colateral en la «lucha contra la inflación», como sugiere la propaganda oficial. Es un programa de gobierno con objetivos –y consecuencias– contantes y sonantes.