A raíz de la crisis policial desatada esta semana llegó, nuevamente, la hora de preguntarse si las disfunciones de La Bonaerense tienen remedio.

Habría que situar el comienzo de esta reflexión en la primavera de 1996, luego de caer la dupla formada por el secretario de Seguridad, Alberto Piotti, y el cabecilla de esa fuerza, el comisario Pedro Klodczyk.

Aquel acto quirúrgico emprendido por el gobernador Eduardo Duhalde prometía dar por concluida una avalancha de escándalos protagonizados por los efectivos de esa fuerza. El mandatario había comprendido tempranamente que allí podría estar la lápida de sus aspiraciones presidenciales. Pero a partir de entonces se desató una sinuosa trama de acciones y reacciones, en las que su signo visible fue el aumento del caos en el territorio provincial.

La pulseada entre los uniformados y el resto del mundo no solo se había convertido en un problema de Estado, sino también en su gangrena. Así, desde entonces –y hasta el presente– hubo una multiplicidad de tramas superpuestas entre sí, alimentadas por alianzas y traiciones, promesas y venganzas, en las cuales el denominador común más extremo solía ser la muerte.

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Un thriller, pero ambientado en el mundo real. Y con un relato dividido en planos paralelos y discordantes: los intereses policiales más minimalistas, sus pujas internas, las acciones de sus cabecillas para perdurar y sus mensajes al mundo civil, todo aquello entrelazado con los devaneos y zozobras de los ocasionales inquilinos del poder político, quienes casi siempre supieron sacar algún provecho de la cosecha policial. Pero a cambio de terribles jaquecas.

Volviendo a Duhalde, su obligado ímpetu de sanear a la indisciplinada mazorca provincial fue puesto en manos del entonces procurador Eduardo De Lázzari, quien empezó una ambiciosa estrategia al respecto con la creación del Área Especial, un organismo de control, formado por funcionarios policiales, que se desprendía de La Bonaerense.

Pero en marzo de 1997, súbitamente, De Lázzari fue reemplazado por el duhaldista Carlos Brown, quien contaba con el beneplácito del comisariato.

Se trató de un enroque entre personalidades opuestas que se convertiría en un estilo pendular, al compas del tironeo entre las demandas de la sociedad civil y las presiones del poder policial. Un fenómeno que también devoraría a casi todos los sucesores del ex bañero de Banfield. 

Aquello explica la inexorable alternancia en la Secretaría de Seguridad provincial (después reciclada en Ministerio) de figuras criteriosas como Luis Lugones, Juan Pablo Cafiero y León Arslanián, entre otros, con energúmenos de la calaña del comisario retirado Ramón Verón, del juez Osvaldo Lorenzo, del carapintada Aldo Rico y del fiscal Carlos Stornelli.

Se trata de un verdadero desfile de marchas y contramarchas. Pero con un dramático denominador común: ninguno salió indemne de los designios del terror azul. Y sin distinción de signo ni de ideología.

La sola enumeración de semejantes desventuras sería inacabable. Pero basta con mencionar dos casos testigos: el de Arslanián y el de Sornelli.

El primero, un ex integrante del tribunal que juzgó a las Juntas Militares de la última dictadura, había sido convocado por Duhalde (siendo su ministro entre 1998 y 1999), para luego retornar al cargo durante el gobierno de Felipe Solá (desde 2004 a 2007).

En ambas ocasiones puso en marcha una original idea. Él se dio cuenta de que La Bonaerense funcionaba –a los fines de la recaudación ilegal– como una aceitada empresa en la que sus ganancias iban de abajo hacia arriba, desde las comisarías y brigadas hacia la cúpula a través de una estructura piramidal. Entonces, más que realizar una reforma con reglas cuasi filosóficas, decidió cortar la ruta del dinero, destruir aquella única estructura, descuartizándola en ocho departamentales inconexas entre sí, además de eliminar la jefatura. Pero lo que quizás no calculó es que La Bonaerense es como el agua: toma la forma del envase que la contiene. Y lo que hasta aquel momento era una Sociedad Anónima (nunca mejor usado este término) que marchaba sobre rieles, devino en una cantidad imprecisa de hordas policiales autónomas que se disputaban entre sí el gerenciamiento del delito.

Con la llegada de Daniel Scioli a La Plata desembarcó en la provincia el insigne Carlos Stornelli, quien emprendió una contrarreforma con el propósito de restaurar absolutamente todos los atributos que había tenido La Bonaerense en sus peores épocas. Pero su gestión tampoco tuvo un final feliz.

Stornelli asumió tal función con entusiasmo. Tanto es así que sus ideas para el cargo estuvieron moldeadas por una concepción militarista del orden urbano, mediante el férreo control del territorio y el poder de fuego policial. En su gestión aumentaron sensiblemente los casos de gatillo fácil y torturas en comisarías, a la vez que él accedía a las más antojadizas demandas de los uniformados. Sin embargo, eso lo condujo hacia una paradoja: tras otorgarle a la corporación policial mucho más de lo que le pedía, solo le bastó realizar un cambio en Prevención del Delito Automotor (una caja codiciada) para que los Patas Negras le declaren la guerra. Corría el 15 de noviembre de 2009.

Al día siguiente, fue asesinada la arquitecta y catequista Renata Toscano, de 43 años, al recibir un tiro en la cara cuando llegaba a su casa de Wilde. El 25 de noviembre hubo un hecho casi calcado: la muerte de la maestra Sandra Almirón, de 37 años, acribillada a quemarropa por tres pibes que querían robarle el vehículo a metros de su domicilio. Esa escalada se prolongó al 6 de diciembre con el crimen de la bioquímica Ana María Castro, de 51 años, quien recibió un tiro en la nuca cuando estaba por ingresar a su auto en Derqui.

Entonces Stornelli denunció en una fiscalía que esos crímenes “podrían haber sido instigados por policías en actividad, en retiro o exonerados” para desestabilizar su gestión. El tipo había entendido el mensaje. Y tras presentar la renuncia, retornó con premura a la Capital. Nunca más puso un pie en La Plata. Un valiente.

Moraleja: con La Bonaerense uno nunca sabe. «