Poco antes de ganar el balotaje de 2015, cuando la primera vuelta ya lo había dejado como favorito, Mauricio Macri, en una entrevista con Alejandro Fantino, tomó distancia de China. «No nos compran casi nada con valor agregado», dijo. Era cierto y lo sigue siendo.

Sin embargo, la definición del entonces candidato tenía un sentido político más que económico. Su intención era mostrar que venía a modificar el sistema de alianzas internacionales que se había acentuado en los últimos dos años del gobierno de CFK, a partir del fallo del juez de Nueva York Thomas Griesa, que trataba de imponerle a la Argentina el pago a los fondos buitre. El Ejecutivo de entonces, con razón, leyó la decisión como un hecho político más que jurídico. (Estaba a la vista: el FMI no se había presentado como amicus curiae de la Argentina que pedía que la Corte Suprema de EE UU revisara la sentencia de Griesa. La Corte rechazó intervenir y el fallo quedó firme. Y, hasta los niños lo saben ya, el Fondo hace lo que el secretario del Tesoro estadounidense opina. Es decir que hubo una decisión política de Barack Obama de no respaldar a la Argentina en esa instancia).

A partir de allí, la política exterior de Cristina, para fortalecer la posición del país, profundizó sus relaciones con los grandes rivales de Estados Unidos en la disputa por el poder planetario, China y Rusia. Por eso las señales públicas del Macri 2015, que se repetían en reuniones privadas con empresarios en las que aseguraba que su pretensión era acrecentar los lazos económicos con Estados Unidos y debilitar a los chinos, buscaban mostrar ese giro.

El punto de inspiración –se sabe– era la política exterior de alineamiento de Carlos Menem, que entre otras cosas en los ’90 rompió la tradición que tenían en conjunto Argentina, México y Brasil, y comenzó a votar en contra de Cuba en la ONU. Menem, un político mucho más agudo que Macri, supo combinar al mismo tiempo un vínculo por lo bajo con Fidel Castro, que no atacaba públicamente al riojano a cambio de que Argentina no reclamara la deuda que Cuba tenía con el país desde principios de los ’70. Es ya célebre la frase de Fidel: «Hay un Menem público y otro privado».

No se puede negar que Donald Trump apostó fuerte por Macri. Lo hizo especialmente en la asistencia financiera. Haber recibido el préstamo más importante de la historia por parte del Fondo no es poca cosa. Puede considerarse un salvavidas de plomo por las políticas de las que viene acompañado, pero eso es harina de otro costal y otra columna.

Macri fue el faro y la esperanza de la derecha regional y por lo tanto de la embajada americana. Cuando ganó, todavía gobernaba Dilma Rousseff en Brasil; en Ecuador el correísmo no se rompía en pedazos; y la situación venezolana era menos dramática en todos los sentidos. Su derrota en las PASO, que parece irremontable, es, también, el posible punto de inflexión de lo que se interpretó como un cambio de ciclo que no ha terminado de asentarse. La marea parece haber cambiado rápido esta vez. Macri viajará a la ONU por última vez como presidente. Quien fuera faro de la derecha regional dará su última vuelta antes de apagarse. Será, en este sentido, el último viaje. «