Fue el 30 de octubre de 1983. Las presidenciales en las que fue electo Raúl Alfonsín. Desde la recuperación de la democracia pasaron casi 38 años y más de dos docenas de ingresos a los cuartos oscuros. Ininterrumpidos. Para algunos será un recuerdo parecido a un lastre nostalgioso por tanto ejercicio desaprensivo de despolitización. Para las mayorías, el tiempo y la recurrencia del voto no aplacan la necesidad de celebrarlo una y otra vez, cada vez que se tiene la posibilidad de ejercerlo.

Votar siempre genera un sentimiento de alegría, aun cuando sea en las internas de una comisión menor de un perdido club de barrio. Del mismo modo, el hecho de integrar una boleta, aunque sea un puesto cero expectable de una lista perdedora. Lo es, incluso, con la melancolía del caso, al revisar la desvencijada caja con las papeletas que se utilizaron en todas esas elecciones, colección privada, de inestimable valor sentimental, alimentada con las nuevas, cada noche tras los comicios, luego de revisarlas puntillosamente para intentar reconocer a alguien, aunque sea en las listas menos simpáticas.

Votar siempre genera emoción, aun en estos sufragios primarios, con destacado peso político, pero con aislados conflictos de resolución como para lo que se pensaron estas PASO. Definitivamente sólo hay internas en algunos partidos, en algunos distritos: bienvenida esta forma de dirimir las listas que irán a las definitivas de noviembre. Aun cuando devengan de una campaña teñida de falsedades, insultos, banalidades, utilizaciones desde mechones de pelo hasta de culos para obtener un voto, y condimentos de la más baja estofa, lo que sería menos trascendente si se amparara en un debate serio de ideas y propuestas, que en esta ocasión no superó el subsuelo. Es, de antemano, el gran perdedor.

Una cuestión que aqueja a todo el arco político en estos comicios es el obligado y persistente reacomodamiento de una derecha fascistoide que arrastró a la tradicional, a la neoliberal que gobernó cuatro años con más o menos amor y cercanía con la dictadura. La ultra que vindica sin remilgos los aciagos tiempos militares. La que crece, a los gritos, con embestidas violentas y alocadas propuestas rupturistas. Parece convocar a un electorado joven que históricamente miró hacia la izquierda. Si se confirmara, será una advertencia para el sistema, como en su hora lo fueron las victorias de Bussi, Patti u otros de parecida calaña. Ahora, ese voto ocurriría en los cuartos oscuros del AMBA: no debería ser así, pero la cercanía a la Casa Rosada parece una alarma que suena un poco más estridente.

Son esos personajes que pululan por esas veintitantas elecciones y antes también. Aunque la potencia de los medios y las redes sociales les hayan servido de inoportuno inflador de influencias.

De todos modos, incluso en ocasiones en que los presagios auguran resultados adversos, las elecciones generan una particular emoción para las mayorías. Seguro que no para muchos que no sufrieron los espantos de la dictadura, o que hayan nacido luego y ejercieron el acto de elegir con absoluta libertad y sin restricciones, sin el sentimiento, potente, simbólico y hasta deseable, de que con ese ejercicio se aplasta el bagaje ideológico, tétrico de esa parva de asesinos instalados a sangre y terror para robarnos mucho más que una buena cantidad de millones de billetes.

Para ellos, los que vindicaron que las “urnas están bien guardadas”, para otros también, resultará una carga.

Para nosotros, votar será una fiesta, siempre. Además, porque, de ese modo, volveremos a homenajear, una y otra vez, a los que no están. «