Habrá que dejar que el tiempo hable e instruya historia para determinar la real y definitiva influencia de la pandemia en este proceso eleccionario que empezó a definirse ayer y que culminará el domingo 14 de noviembre. Con los resultados más confiables a la mano (que no están a mi alcance a esta hora del domingo cuando me siento a escribir) los analistas de este diario, que son muchos y brillantes, podrán decir a quién le quitó votos el maldito bicho, a quién se los propició y si existió o no un “voto coronavirus”.

Por acontecimientos relacionados con la pandemia, estos comicios tuvieron características únicas: se votó con barbijo, o sea con la mitad de la cara oculta; se firmó el registro con birome propia; se controló, ya que no las ideas, el estado febril de cada ciudadano y hasta se aconsejó, por esta vez, no pegar el sobre con saliva. Fue, con alcohol en todas las variantes imaginables mediante, la elección más protocolizada de los últimos 150 años. Esa suma de cuidados, que por momentos alcanzó la condición de sobreprotección, no resultaron eficaces para atenuar otros virus. El lamentable recrudecimiento de la antipolítica fue uno de ellos. Del “Que se vayan todos” del trágico desbarajuste del 2001 a las polémicas demandas de libertad de hoy, la nuestra se manifestó como una sociedad que se cansa demasiado rápido de todo (hasta de sus propias elecciones) y se trampea a si misma con exigencias desmedidas. En estos tiempos difíciles alcanzaron dimensión política los antivacunas, los quemadores de barbijos, los que intentaron adjudicar al gobierno las consecuencias de un mal que afectaba al mundo entero y, peor aún, los que se atrevieron a la canallada de comparar los muertos por covid con las víctimas de la dictadura.

Otra ponzoña feroz, y sin antídotos a la vista, es la generalización del odio. Antes y durante la campaña los desfiladeros del odio condujeron al resentimiento, a la xenofobia, al racismo, a la discriminación y, si fuera posible, a volar por el aire la continuidad democrática. Más allá de enconos y animadversiones, que no cesaron desde marzo de 2020 (inicio del primer aislamiento consentido) y, al contrario, se multiplicaron, la mayor parte de la ciudadanía que la aceptó y la recibió, encontró en el acto de la vacunación algo relativo a un razonable, genuino alborozo individual. En esa circunstancia, no fueron pocos los que sintieron la necesidad de agradecer esa asistencia, la existencia de un estado presente, en movimiento pese a las graves dificultades, preocupado y ocupado en la tarea de conseguir vacunas de donde se pudiera. Advierto una equivalencia entre lo que generó la vacunación y lo que, más allá de los resultados, (que, insisto, todavía no conozco) provocó esta nueva instancia de elegir. Ambas posibilidades fueron más de los muchos esenciales que mejoraron nuestra vida. Hasta a la alegría, como camino de cambio y sinónimo de esperanza, quisieron arrebatarnos a través de cazabobos de incertidumbre y preocupación. En momentos tristes, desgraciados y críticos como los que todavía enfrentamos, con cepas y variantes que parecen no tener el propósito de alejarse para siempre, una equidad posible, algo que nos instale más cerca del bien que del mal, es la justicia poética. Mario Benedetti escribió y publicó entre 1978 y 1979 un poema que pone en bellas, encendidas y justas palabras el abrazo más afectuoso. Se llama Defensa de la alegría y va completo a continuación.

Defender la alegría como una trinchera/defenderla del escándalo y la rutina/ de la miseria y los miserables/ de las ausencias transitorias/y las definitivas. /Defender la alegría como un principio/defenderla del pasmo y las pesadillas/de los neutrales y de los neutrones/de las dulces infancias/y los graves diagnósticos./Defender la alegría como una bandera/defenderla del rayo y la melancolía/de los ingenuos y de los canallas/de las retóricas y los paros cardíacos/de las endemias y las academias./Defender la alegría como un destino/defenderla del fuego y de los bomberos/de los suicidas y los homicidas/de las vacaciones y del agobio/de la obligación de estar alegres./Defender la alegría como una certeza/defenderla del óxido y de la roña/de la famosa pátina del tiempo/del relente y del oportunismo/de los proxenetas de la risa./ Defender la alegría como un derecho/defenderla de dios y y del invierno/de las mayúsculas y de la muerte/de los apellidos y las lástimas/del azar/y también de la alegría.

Frente a los que gozan pensando que nos instalan al borde del abismo, la poesía nos protege. Como esta, que nos coloca en alerta y nos invita a la acción. Hoy volvimos a a elegir con convicción plena. Que viene a ser lo que tanto molesta. Y así como elegimos a los candidatos que nos representan, podemos elegir nuestra propia alegría, que es la mejor forma de defender lo ganado.