La casona de varias plantas que hace 50 años fue la sede del Partido Justicialista porteño, en Avenida La Plata 254, hoy está devenida en un amplio estacionamiento de autos. Sin embargo, el lugar nunca dejó de ser sagrado para los sobrevivientes de la Masacre de Trelew, sus familiares y aquellos militantes que trascienden incluso al PJ. Allí, pocas horas después de la denominada Masacre de Trelew, en medio de la despedida de los restos de tres de los 19 presos políticos acribillados, el saliente gobierno del general Alejandro Lanusse reprimió a la multitud que se había agolpado en las inmediaciones.

El entonces responsable del local, Ernesto Jauretche, recordó que aquel 22 de agosto de 1972, la militancia, sobre todo las agrupaciones de base de la JP, se habían dado cita en la Federación de Box, en Castro Barros al 100, para conmemorar el Renunciamiento de Evita. «Para nosotros no era un día cualquiera. A partir de 1952, siempre fue un momento para salir a la calle. En los 18 años de proscripción, la Juventud Peronista no dejó pasar ni un solo 22 de agosto sin salir a jugarse la calle, para demostrar el músculo de nuestra movilización», expresó Jauretche el pasado martes desde la vereda, de espaldas a la fachada de la exsede del PJ, y rodeado de cientos de militantes que asistieron a un acto en el que se colocó una baldosa conmemorativa.

«Estábamos en el acto de la Federación de Box, era multitudinario. Ahí nos enteramos de lo que había pasado», sostuvo el dirigente que rememoró que estaba presente Héctor Cámpora, quien había sido uno de los oradores. «Cuando el encuentro terminó, empezaron a llegar compañeros compungidos, en silencio. Una situación de congoja, de terror y al mismo tiempo de odio y bronca. De impotencia. Los compañeros se fueron amontonando acá en la puerta».

Presionado por las bases, Cámpora, que en su discurso había evitado confrontar con Lanusse, autorizó que el último adiós a las víctimas fuera en la sede. El 23 de agosto llegaron los ataúdes de Ana María Villarreal de Santucho, Eduardo Cappello y María Angélica Sabelli. Los restos de los demás acribillados habían sido trasladados por los propios militares a sus respectivas provincias. El gobierno pretendía así evitar la realización de grandes funerales populares.

«Se abrieron las puertas –continuó Jauretche–. Los compañeros entraron, se ocuparon todos los salones de este edificio. Hasta el fondo. Terminaron ocupando hasta la vereda de enfrente, todo esto estaba lleno. Silenciosos. Buscando una respuesta. Preguntándonos si era la hora de la pelea o la resignación. ¿Qué íbamos a hacer después de semejante barbaridad que han hecho con nuestros compañeros? ¿Cómo podíamos reivindicar esta sangre que se ha derramado?».

En ese momento, abogados y médicos, entre otros profesionales militantes decidieron abrir los ataúdes para practicarle una autopsia a los cuerpos y dejarlo asentado en una futura denuncia penal contra las autoridades. «Rápidamente, no faltó un compañero albañil o plomero que sacó sus herramientas y abrimos los ataúdes. Adentro había una caja de chapa soldada y mientras buscábamos un soplete, apareció un martillo, cortafierros y los abrimos», siguió Jauretche.

Así fue que intervinieron los abogados Eduardo Luis Duhalde y Roberto Ortega Peña; la mujer de Jauretche, la doctora Marta Roldán, que haría las veces de médica forense; y Miguel Ángel Otero, fotógrafo de la revista Fotografía Universal, quien documentó cada paso de la necropsia.

«Era un salón donde había tres mesas. Tres cuerpos desnudos. Una penumbra. Nosotros mirando cómo mi entonces compañera trataba de averiguar dónde estaban los tiros. De frente, Angélica estaba intacta. Había que animarse a agarrar ese cuerpo sagrado, esa delicadeza como si brillara. Al darla vuelta, la Petisa metió la mano en el pelo y dijo acá está», sentenció Jauretche. Luego, los forenses reconstruyeron que era el orificio de salida de la bala que había entrado por la boca.

Villarreal, que estaba embarazada, «tenía cuatro o cinco tiros todos por delante» y a Cappello «no hacía falta ni mirarlo. Tenía entre 15 y 20 balazos. En las piernas, brazos, cara, cabeza, pecho, había sido acribillado». Tras documentar los hallazgos, se volvieron a cerrar los féretros.

Poco después, el comisario Alberto Villar ordenó el desalojo del lugar. La policía avanzó contra la multitud con caballos, perros, tanquetas y copó el lugar, mientras se reprimía con camiones hidrantes a los presentes. «Mi abuela, la Sole (Cappello, Madre de Plaza de Mayo), se tuvo que abrazar al cajón para no perderlo. La subieron a un celular, la llevaron a 30 minutos de distancia de acá, sin saber a dónde y cuando abrieron las puertas la dejaron en un lugar oscuro, sola con el cajón. Estaba en la Chacarita. Ella nunca abandonó a su hijo», contó emocionado Eduardo Cappello, sobrino de uno de los masacrados.

Cappello y Raquel Camps, hija de Alberto Camps, uno de los tres sobrevivientes de Trelew, junto al CELS llevaron adelante la querella en el último juicio por la Masacre, en el que el marino retirado Roberto Guillermo Bravo fue condenado este año por un jurado popular en Estados Unidos, donde se naturalizó tras el regreso de Juan Domingo Perón al poder. Ahora, un juez norteamericano tiene en sus manos la extradición para que finalmente pague por sus crímenes en la Argentina. «