Supongamos que Cristina Kirchner gana las elecciones en la provincia de Buenos Aires, por una buena cantidad de puntos sobre la lista de Esteban Bullrich y Gladys González. Y que el peso estadístico y simbólico de ese triunfo reafirma a la expresidenta como figura dominante del espacio panperonista. Aun cuando la Unidad Ciudadana haya hecho un movimiento de salida del justicialismo. Salida que, presumamos, persigue el objetivo de volver a liderar al panperonismo desde afuera, en una práctica de renovación. Ese panperonismo podría reclamar para sí una gran cantidad de votos a nivel nacional, pero se trataría de una construccción de los analistas, ya que no se sumarían a la Unidad Ciudadana de Buenos Aires y otros distritos con los peronismos de Schiaretti y De la Sota en Córdoba, Urtubey en Salta o Uñaj en San Juan. Todos se dicen peronistas y opositores, pero no comparten ni liderazgo político ni frente electoral. En ese escenario, Cristina Kirchner emergería como la hermana mayor de una familia desunida. Pero familia, al fin y al cabo.

Supongamos, asimismo, que Elisa Carrió gana holgadamente las elecciones de diputados nacionales en la Ciudad de Buenos Aires, con gran diferencia sobre el segundo –que hoy pareciera ser Unidad Porteña–. Ese triunfo la convertiría, sigamos suponiendo, en la candidata oficialista con mejor desempeño el 13 de agosto, tanto en el orden estadístico como simbólico: es la que más votos aporta, y lo hace en el terruño del PRO. Cambiemos podría reclamar para sí el status de ser la fuerza que más votos obtiene a nivel nacional, ya que en todas las provincias compite con el mismo frente electoral –salvo en la CABA– y por lo tanto, todos esos votos se suman en un mismo subtotal. Y hasta podría sumar algunos diputados y senadores adicionales, aun perdiendo en Provincia. Pero ese triunfo luciría deslucido, por la derrota en la batalla clave –y ante la lideresa de la oposición– y por la comparación con los logros de Cambiemos en 2015. En este caso, Elisa Carrió emergería como la hermana menor de una familia unida que, tras un giro inesperado de los acontecimientos, quedó en condiciones de reclamar su parte de la fortuna familiar. Es decir, del poder electoral que puso a Macri y a Vidal al frente de la gobernabilidad argentina. En suma: Cristina y Lilita ganadoras serían, además, problemáticas para sus respectivos espacios de pertenencia.

Un triunfo de Cristina sería mala noticia para Cambiemos. Aunque el oficialismo cargue las tintas sobre un candidato «que no estuvo a la altura» –aunque mida más de dos metros–, no podrá negar el impacto. Pero bajo esas condiciones, el presidente Macri no se daría por vencido en el plebiscito de medio término. Podría decir que la derrota bonaerense significa que hay cosas que corregir, poner reversa en alguna que otra política, y seguir gobernando con el mandato de 2015. Al amparo de que el peronismo no resolvería automáticamente la cuestión de su liderazgo con el éxito de la Unidad Ciudadana bonaerense. Más bien, lo contrario. Están los peronismos provinciales que gobiernan y necesitan mantener una buena relación con la Casa Rosada, los que quieren jubilar al kirchnerismo, los que tienen su propio proyecto provincial para 2019. Algunos gobernadores están en más de uno de esos grupos.

Después de las elecciones, el peronismo entra en una nueva fase de transición. Los candidatos y presidenciables pasan a un segundo plano, y aparecen los «armadores». Los que tejen en las sombras. Una institución necesaria de la familia peronista. Si el kirchnerismo quiere volver a liderar al peronismo, deberá iniciar una serie de conversaciones de reclutamiento con cada uno de sus jefes provinciales, municipales y sindicales. Le espera mucha rosca por delante. Ganar la provincia no es suficiente, aunque sin dudas ganar por buena diferencia permite sentarse más cómodo a conversar. Claro, si los anti/post-kirchneristas quieren liderarlo con un proyecto alternativo, también deberán hacer el mismo trabajo. Estos días, pudimos ver la foto de Eduardo Duhalde apoyando a su amigo y compañero Lula en San Pablo. El pretendido mensaje hacia sus amigos y compañeros del peronismo anti/post-kirchnerista es: rescatemos los primeros años del «giro progresista», superemos por igual a Cristina y Maduro, a Macri y a Temer; escuchemos a Francisco, busquemos candidatos, volvamos.

No menos inesperado sería un triunfo de Carrió según los supuestos anteriores. En esta fase de la campaña, la candidata nacional de Cambiemos está plenamente identificada con su gobierno, con su estrategia de mensaje y hasta con su discurso tan característico. Lilita está guardando su singularidad y se está portando mejor que nunca. Pero las cosas pueden cambiar. Los radicales perderían su lugar de segundo partido en manos del «civismo». Tal vez, Carrió no sea tan ambiciosa en materia de cargos en el Gabinete y otras aspiraciones efectivas que sí tienen sus primos hermanos de la UCR. Esa es una de las cosas que más valora el macrismo de su aliada clave. Se sabe que le gusta ejercer el poder del veto sobre personas, y eso es algo con lo que Macri está dispuesto a convivir. La duda es qué sucedería con una Lilita empoderada que no comulgue con las próximas políticas económicas del gobierno nacional, y que lo diga en voz alta. La ideología de Carrió es una variable incierta. La mayoría de sus posiciones públicas en sus 15 años de trayectoria post-radical fueron sobre temas institucionalistas, de moralidad pública, y del sistema judicial. Habló poco de economía. No es de izquierda, pero estuvo aliada a sectores de izquierda buena parte de ese período. En términos de los economistas de Cambiemos, sus ideas son “poco ortodoxas”. ¿Qué ocurriría si el Gabinete económico de Macri lanza, digamos, un proyecto de reforma previsional, y Carrió se opone? Nadie lo sabe, porque estaríamos experimentando algo nuevo: un gobierno no peronista y una oposición peronista cuyas estrellas electorales se mueven con innegable autonomía. «