Fugar hacia adelante. Esa parece ser toda la estrategia de Mauricio Macri en su hora más difícil. Llegar como sea a un «tercer semestre» –creación imaginaria surgida de la verborragia de Elisa Carrió–, donde todo va a estar mejor porque aunque «estamos mal vamos bien»: lástima que los años no duran tanto y la paciencia ciudadana, mucho menos.

El cheque en blanco se le está acabando y el gobierno lo sabe. Las facturas de luz, gas y agua se lo vienen consumiendo. Las expectativas generales son malas, incluso entre los votantes del macrismo que no son fanáticos. Ni Lázaro, ni Bonadio, ni los elogios de Vargas Llosa, ni la espectacular saga de bolsos voladores logra tapar lo que se hace tristemente evidente en el bolsillo de las mayorías. La plata alcanza para menos. La caza de corruptos entretiene, pero no alimenta.

Frente a eso, el gobierno reacciona con pronósticos mágicos: que habrá una lluvia de inversiones, que si Báez va preso, que si Cristina es allanada, que si un intendente devuelve la plata de una obra sobreapreciada, que se está creando empleo, que la herencia recibida, que los juegos olímpicos dentro de unos años. Todo un arsenal de excusas que funciona como manta corta. A la vez que tapa, descubre.

Las contradicciones oficiales se tornan deporte. Mientras la canciller Susana Malcorra afirma que la Argentina adoptó una política exterior desideologizada, se suspenden los vuelos de nuestra aerolínea de bandera a Cuba, al mismo tiempo que el primer crucero estadounidense arriba con sus turistas a La Habana tras el deshielo en las relaciones. ¿Cómo se entiende? 

Francisco Cabrera, ministro de la Producción, afirmó que se viene creando empleo de manera sostenida en estos cinco meses, en simultáneo al pedido de las cinco centrales sindicales y todos los bloques opositores para que se vote la emergencia ocupacional porque lo que se advierte con características dramáticas es todo lo contrario. ¿O acaso no hubo centenares de miles de personas reclamando en las calles el 29 de abril? Alguien debería avisarles. El jueves, 2000 obreros del Sindicato de la Carne recorrieron Avenida de Mayo hasta el Congreso en protesta por los despidos. No le agradecían a Macri. Se acordaban de su familia. En Comodoro Rivadavia pasó lo mismo. Eran una multitud.

Otro funcionario, henchido de orgullo, dijo que habían aumentado la venta de camionetas en el primer trimestre. Es probable. Quizá producto de la baja en retenciones. Pero la misma Sociedad Rural salió a repudiar esta semana la suba estrepitosa del gasoil, que le recorta el horizonte de beneficios derivados de aquella medida inaugural del macrismo. Suma cero.

En Río Negro, los productores de manzana están que trinan por la apertura a la importación de manzanas chilenas que los desplazan del mercado. A la sección Correo de Lectores de La Nación llegó la queja de los productores de porcinos por la entrada indiscriminada de cerdo brasileño. En Santa Fe, los industriales plantearon con preocupación que, en lo que va del año, entraron heladeras y freezers del exterior en igual cantidad que durante todo 2015.

Pero el macrismo habla de alegría. En un futuro difuso donde todos serán bendecidos por sus políticas. Como si los funcionarios quisieran darle órdenes a la realidad que se comporta de modo caprichosamente adverso, o tardío, a sus deseos.
El propio presidente, después de mencionar que la educación pública tiene un interés estratégico para el país, se reunió con los rectores de las universidades nacionales… por cinco minutos. Y les habló del cambio climático.

No hay plata para pagar las paritarias docentes del sector. Tampoco plata para pagar los gastos operativos. Eso es muy grave. Es una verdadera crisis de funcionamiento para todo el sistema universitario. Por los canales de TV, esos mismos rectores desairados se enteraron que el gobierno decidió ejecutar 500 millones del presupuesto ya proyectado, aunque en este caso anunciado como un suplemento adicional de ayuda. Parece mucho, pero es un antipirético pediátrico para detener una llamarada.

La Argentina macrista, por fuera de los despachos y los retiros espirituales oficiales, vive una parálisis por incertidumbre. Nadie sabe, por ejemplo, cuál va a ser la inflación del año. El Indec está mudo de toda mudez. El gobierno repite que va a bajar, o que ya está bajando, pero mientras eso dice suben los cigarrillos, el subte, el costo financiero de las tarjetas de crédito y los colegios.

El ministro de Energía, Gerardo Aranguren, accionista de Shell, propone que el que no pueda consumir nafta deje de hacerlo. A la vez, dejó de comprarle gas a Bolivia para adquirirlo en Chile que se lo compra a… Shell. Todo, un 128% más caro. Aduce que la mala fama del país en el exterior impone esos costos, y la pregunta surge sola: ¿No era que pagándoles a los buitres la Argentina volvía al mundo de los intereses bajos y amigables? Parece que no.

Dentro de la alianza gubernamental crecen los ruidos. El radicalismo rumiante se lamenta en sordina. Desde la Casa Rosada le devuelven la deslealtad con un caso insólito de declaraciones juradas, entre ellas, la de Laura Montero, vicegobernadora de Mendoza, y otros funcionarios que declararon autos de lujo y casas por montos que van de 0 a 1,50 pesos.

Marcos Peña, a su turno, ve cómo hace para mantenerse de pie sobre el tembladeral. Lo critican los kirchneristas, lo cual es obvio, pero sus aliados también, dentro y fuera del PRO. Lo acusan de comunicar mal las acciones de gobierno. Es un clásico: cuando las cosas no salen bien, o no se pueden explicar de manera razonable, la comunicación es la culpable y no las medidas contradictorias o, directamente, indefendibles que se aplican. Ahí anda entonces Peña, balbuceando ante la tribuna adicta de Intratables, casi como un panelista más del programa, justificando los desaguisados como si fueran aciertos. Y es el jefe de Gabinete. Le dijeron «comunicación» y fue a Intratables.

El ala política del macrismo, entre ellos, Emilio Monzó, no sabe cómo explicarle tampoco a su jefe que el veto a la emergencia ocupacional es pura pérdida. La ley no es siquiera dura. Había otros proyectos más severos. Desde el Senado salió una versión bastante light. La apoyan, ahora, hasta Massa y De Mendiguren, pero Macri insiste. Va por todo.

Hasta Clarín quiere hacerlo entrar en razones, aunque por motivaciones más mezquinas. La tapa del jueves, sobre la caída del consumo por culpa de la inflación, fue una estocada. Cuando se trata de demonizar al kirchnerismo, hay acuerdo entre Magnetto y Macri. Pero cuando se habla de telecomunicaciones, la reunión entre el presidente y el segundo de la estadounidense AT&T encendió las luces de alarma en el búnker del monopolio.
Son ingratos. Siempre lo fueron. Hasta con Menem. Y eso que Macri les dio todo. A través de los DNU barrió con el articulado antimonopólico de la LSCA, le permitió la compra de Nextel, puso a resguardo de las telefónicas su negocio de cableoperador durante un par de años, barrió con toda la pauta publicitaria oficial que sostenía a sus competidores y, sin embargo, son insaciables. Quieren que no entre ningún nuevo jugador: ni AT&T, ni Turner, ni nada. Hay una tensión ahí. Donde se preguntan de quién es el gobierno por estas horas. Si de los que lo ayudaron a llegar o de los que llegaron por su apoyo.

A cinco meses de asumido, los frentes abiertos del macrismo son múltiples. Entre la torpeza propia, la voracidad de sus aliados y la economía en retroceso, Macri todavía supone que saldrá airoso y se muestra desafiante. En los próximos meses se sabrá si esa mueca de tenacidad deriva en alguna victoria circunstancial que oxigene y relance su gobierno o se trata de la reacción facial lógica ante un sendero que conduce invariablemente a lo más parecido al fracaso y el aislamiento.