El gobierno no se fijó en gastos para celebrar su segundo aniversario; los festejos incluyeron el estallido de su primera gran crisis política –debido al fracaso de la sesión parlamentaria del 14 de diciembre para aprobar la reforma previsional– en medio de una represión desaforada y atroz. 

Relucía desde el alba un dispositivo con 1500 uniformados (550 de la Gendarmería, 450 de la Policía Federal, 350 de la Prefectura Naval y 150 de la Policía de Seguridad Aeroportuaria). El propósito, militarizar la ciudad para así impedir que los manifestantes llegaran al Congreso. Un despliegue nunca visto. 

De hecho –en el plano cuantitativo–, el 30 de marzo de 1982 el general Galtieri usó apenas 830 hombres de una sola fuerza (la Policía Federal) para dispersar la movilización convocada por la CGT Brasil de Saúl Ubaldini bajo la consigna «Paz, Pan y Trabajo». 

Siete lustros después la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, opacó aquella «gesta disuasiva», pero eludió toda información sobre su operatoria. De modo que mantuvo en secreto cómo fue planeada, cuál fue la justificación para sacar a la calle cuatro fuerzas federales y quién fue el funcionario civil que las coordinó. Aun así ciertos datos afloraron con el paso de las horas.  

Tiempo pudo confirmar que a las 12 de ese jueves Macri mantuvo una reunión en la Rosada con la señora Bullrich y otros cuatro personajes clave de esta historia: el jefe máximo de la Gendarmería, Gerardo José Otero; el de la Policía Federal, Néstor Roncaglia; el de la Prefectura Naval, Eduardo Scarzello; y el de la Policía de Seguridad Aeroportuaria, Alejandro Itzcovich Griot. Una fuente gubernamental admitió a este diario la existencia del cónclave, aunque diciendo que se había tratado de «un reconocimiento presidencial hacia la labor de esas fuerzas». Lo notable es que ello no mereció ningún comunicado de prensa.

Al concluir el encuentro «Pato» y sus acompañantes se dirigieron hacia el edificio ministerial de la calle Gelly y Obes. Y subió directamente con ellos a la Sala de Situación donde sus colaboradores permanecían absortos ante las pantallas. Recién entonces empezó el festival del garrote y la pólvora.

Sus ecos llegaban con nitidez hasta el salón de actos del Banco Central donde su presidente, Federico Sturzenegger, al agasajar a la prensa por el fin de año, ensayaba una férrea defensa de su política monetaria apuntando contra el «fuego amigo».

Mientras tanto el recinto de la Cámara de Diputados era un caos. Gritos, forcejeos y acusaciones cruzadas alimentaban la comedia del quórum. De a poco comenzaban a llegar las noticias iniciales de la represión con proyectiles de goma y gas pimienta junto con las imágenes televisivas de los heridos; entre ellos, los legisladores Matías Rodríguez y Mayra Mendoza, del FpV. 

Fue cuando la inefable Lilita Carrió se permitió un chascarrillo: «Tienen que tener cuidado los diputados de no atropellar a las fuerzas del orden».

Al atardecer, ya sin un átomo de broma, soltó: «¡No se necesitan tantos gendarmes! ¡La ministra de Seguridad tiene que parar!». Hubo quienes interpretaron en esa frase un pedido de renuncia.

En ese mismo instante la ministra, pálida y desencajada, enmudecía con el celular en la oreja. Desde el otro lado de la línea, alguien le bramaba: «¡Vos no podés hacer esto sin consultarnos!». Era el jefe de Gabinete del Gobierno de la Ciudad, Felipe Miguel. Se refería a que las fuerzas federales actuaban como una tropa de ocupación. 

Ella ya se encontraba con otros ministros en la Rosada. El humor del presidente no era el mejor. A esa hora la novela del DNU estaba en su apogeo. 

Esa mujer recién halló el sosiego al caer el sol, tras empinarse la tercera copa de champán en el cocktail del Foro de Periodismo Argentino (Fopea). Sus mastines humanos seguían asolando las calles. «