A casi diez meses del ataque represivo en el que murió Santiago Maldonado, los únicos procesados por esos incidentes son cuatro integrantes de la Pu Lof de Cushamen, encabezados por su vocero, Matías Santana. Se les atribuye el corte de la ruta 40. La paradoja se completa con un detalle sombrío: tal causa está en manos del juez federal de Esquel, Guido Otranto, el mismo que fuera apartado de la investigación por el fallecimiento del joven artesano a raíz de escandalosas circunstancias. Un cúmulo de abusos e irregularidades, por los que tres diputados –Horacio Pietragalla (Unidad Ciudadana), Victoria Donda (Libres del Sur) y Myriam Bregman (PTS)– acaban de pedir su juicio político ante el Consejo de la Magistratura. A su vez está imputado por el juez federal Daniel Rafecas por espionaje sobre la familia Maldonado. Lo cierto es que la carrera judicial de este hombre es una prueba de la descomposición del Estado de Derecho en Argentina. 

Bien vale entonces explorar algunos hitos de su historia.

A diferencia de personajes como su colega porteño Claudio Bonadio o el ya eyectado fiscal general de San Isidro, Julio Novo, el doctor Otranto no es un dinosaurio ideológico sino un versátil equilibrista del poder de turno. Tal es la clave de su zigzagueante existencia tribunalicia. 

Luego de dos décadas de ocupar cargos subalternos en la justicia federal porteña, en 2011 marchó hacia la Patagonia. Había sido nombrado juez por un decreto del Poder Ejecutivo. Y su debut como tal fue en calidad de subrogante del juzgado federal de General Roca. Allí se enamoró de su secretaria letrada, la doctora Rafaella Riccono. Con ella se mudó dos años después a Esquel para tomar posesión del flamante juzgado federal. 

Fiel a su estilo, basado en una silenciosa persistencia, él dejó de ser allí un forastero. Y en concordancia con el clima político que corría, supo lucir un perfil módicamente «garantista». Incluso en las sobremesas oficiales le salían de los labios citas del doctor Raúl Zaffaroni. En el aspecto judicial, obraba con gran apego a la ley ante las escasas causas por tráfico de drogas –siempre en escala casera– que caían en su despacho. Y frente a delitos menores fallaba con comprensión y tolerancia. «Es un tipo muy humano», solían susurrar los abogados a sus defendidos antes de las indagatorias, y él no los defraudaba. Además, había otro detalle que completaba tanto virtuosismo pueblerino: que su media naranja fuera la letrada de la fiscalía no generaba ningún conflicto de intereses. Claro que la paz para Otranto no sería duradera. 

En 7 de agosto de 2016 se efectuó en Esquel el juicio por la extradición a Chile del líder mapuche Facundo Jones Huala. Y a él, luego, no le tembló el pulso al declarar nulo tal proceso porque el único testigo en contra del acusado había aportado datos bajo brutales torturas.

Eso le valió la enemistad del ya finado gobernador Mario Das Neves, un adalid de la causa antimapuche. Y desde el Poder Ejecutivo nacional empezó a ser observado con desconfianza; particularmente, por el funcionario Pablo Noceti, una suerte de ideólogo del asunto.   

Eso produjo una notable voltereta en sus posturas.

De modo que el 10 de enero de 2017 fue uno de los artífices –junto con Das Neves– de la virulenta incursión policial a la comunidad de Cushamen, cuyo saldo fue de once detenidos y 15 heridos, dos de gravedad. 

El episodio fue rápidamente olvidado por la opinión pública.

El resto de la trama es conocida. Con el clásico fervor de los conversos, Otranto fue en la causa por la desaparición forzada de Maldonado el garante de la impunidad. Omitió pruebas de valía, se negó a cruzar las llamadas del celular de Noceti (en salvaguarda de su propia línea telefónica), le informaba a este sus próximos pasos, aceptó a pies juntillas la «intervención» del juzgado por parte del funcionario Gonzalo Cané, desestimó testimonios claves y hasta cometió abusos y vejaciones a testigos de la causa, además de influir de modo obsceno en el trabajo de la fiscal Silvana Ávila (a través de su concubina, la doctora Rafaella), entre otras trapisondas. 

Pero el tipo aún sigue en carrera. Un milagro de la «meritocracia».  «