Es otro caso de un grupo pequeño que se mantuvo activo, pero que prendió la alarma en una zona, como la de ambas Irlandas, clave en las aspiraciones del gobierno conservador de lograr el Brexit.
El Acuerdo del Jueves Santo de 1997 supuso el abandono de las armas tanto por parte del Ejército Republicano Irlandés (IRA) como de la Asociación de Defensa del Ulster (UDA), la Fuerza Lealista Voluntaria (LVF) y la Fuerza Voluntaria del Ulster (UVF), las milicias unionistas que en muchos casos actuaron como fuerzas paraestatales. Ese acuerdo no sólo llevó la paz a Irlanda del Norte y posibilitó su autogobierno, sino que proveyó un formato para los acuerdos que llevaron al abandono de las armas de la ETA en España, en 2010. Sin embargo, como todo proceso de paz que involucra a organizaciones en cuyo seno actuaron generaciones sucesivas de milicianos, el desafío que perdura es el de comprometer con la convivencia pacífica a todos estos. En el caso norirlandés individuos bastante aislados rechazaron abandonar una violencia que era su modo de vida para dedicarse a timbrear casa por casa para pedir el voto por el Sinn Fein o por los partidos unionistas, según fuera el caso.
En el caso del bando republicano, el IRA y el más pequeño Ejército de Liberación Nacional de Irlanda (INLA) dejaron las armas después de firmado el acuerdo y desmantelaron la logística que hizo posible mantener jaqueado al Royal Union Constabulary, la policía militarizada del gobierno de Londres, durante tres décadas. Ello eliminó toda posibilidad de que grupos remanentes siguieran ejerciendo la violencia de manera sistemática, pero no garantizó evitar hechos graves como la bomba cerca de los tribunales de Omagh, en 1998, y diversos hechos violentos aislados luego de eso. Un grupo pequeño disidente del IRA se mantuvo activo, usando el nombre del IRA. Los medios lo bautizaron como Real IRA y en la actualidad (después de incorporar a un grupo que tras los acuerdos de paz se dedicó al vigilantismo, la Acción Republicana contra las Drogas), lo llaman New IRA.
Que un sexagenario conocido por sus acciones como vigilante, hoy integrado en el New IRA, haya sido identificado como el hombre que instó a varios adolescentes y jóvenes a salir a la calle armados con armas de puño y cócteles molotov sirve para pintar este cuadro de violencia lumpen, que medra en los intersticios de la ilegalidad y se alimenta en bolsones de anomia vinculada a los consumos problemáticos y a la erosión de la vida comunitaria en algunos barrios y complejos habitacionales urbanos, en este caso en Derry, la segunda ciudad de Irlanda del Norte.
Como telón de fondo de este crimen brutal, transcurre la catástrofe política en cámara lenta llamada Brexit. No se trata de una causa (muy lejos de ello) de estos hechos, pero sí es un proceso cuyo desenlace puede contribuir a alimentar o al menos a dar un pretexto a que esta violencia residual recobre vuelo.
En efecto, el asunto que imposibilitó el acuerdo en el parlamento de Londres para sancionar el divorcio entre el Reino Unido y la Unión Europea, fue la cuestión de la frontera entre Irlanda del Norte y la República de Irlanda, que desde 1997 se puede atravesar sin ningún tipo de controles. Como el gobierno conservador en Londres sólo se sostiene con los votos de los diputados unionistas norirlandeses, el único Brexit aceptable para éstos es uno en el que Irlanda del Norte quede tan afuera del área aduanera de la UE como el resto del Reino Unido. Por el contrario, la propuesta de Bruselas que la primera ministra Theresa May había aceptado mantenía a ambos sectores de la isla dentro de ese área. El restablecimiento de una frontera con controles aduaneros y migratorios sería la consecuencia del divorcio duro que pretenden los unionistas y proveería un polígono de prácticas para los pocos pero dañinos sectores que esta semana se cobraron la vida de una joven y promisoria periodista.
Esta muerte subraya la delicada responsabilidad que tienen entre sus manos quienes deciden el futuro de la relación entre el Reino Unido y la Unión Europea.
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