La causa por el Memorándum con Irán -instruida por el juez federal Claudio  Bonadio- es un himno al desplome del Estado de Derecho en la Argentina. En ese contexto el procesamiento de Héctor Timerman requirió, por su debilitada salud, una dosis extrema de crueldad. Prueba de eso es que su absurda prisión preventiva -tardíamente subsanada por el juez subrogante Sergio Torres- le impidió viajar a Estados Unidos para continuar el tratamiento oncológico. De modo que su cuadro se agravó y tiene que ser operado de urgencia. Es como si pesara sobre él una condena a muerte aún no escrita en el expediente. Pero ya festejada en redes sociales por sujetos despreciables como Fernando Iglesias, Eduardo Feinmann y Federico Andahazi. Un detalle que convierte semejante condena en un linchamiento. Lo cierto es que la persecución del ex canciller configura -en un plano más que simbólico- la continuidad del martirio de su padre, el periodista Jacobo Timerman, durante la última dictadura. Y en medio del festival de beneficios a represores presos; entre ellos, quienes hace cuatro décadas fueron sus victimarios, Miguel Etchecolatz y Jaime Smart Lamont. La historia se repite, pero no en forma de farsa. 

Al respecto, bien vale evocar una añeja escena.

A finales de 1976, durante un acto en la jefatura de La Bonaerense, un tipejo esmirriado con traje oscuro arengaba a la tropa. 

«La subversión, señores, es ideológica. Sus infiltrados están agazapados en el ámbito de la cultura. Porque todo esto fue a causa de personas, llámense políticos, sacerdotes, profesores y periodistas.»

Desde el palco, el general Ramón Camps y el comisario Etchecolatz lo oían con sumo deleite. El orador era Smart, por entonces ministro de Gobierno provincial, Y su remate fue: «Hay mucho aún que averiguar en el país».

Pocos en ese instante comprendieron que tal declaración de guerra tenía un destinatario excluyente: el director del diario La Opinión.

Timerman fue secuestrado en su hogar por una patota de La Bonaerense el 15 de abril de 1977. Primero fue llevado a Campo de Mayo antes de pasar por otros centros clandestinos de detención. En todos esos sitios fue torturado con saña por su condición de judío mientras sus captores –encabezados por Camps y Etchecolatz– le inquirían sobre temas tan variados como la relación entre el diario y la guerrilla, el sionismo, la teoría marxista y, desde luego, el dinero de David Graiver. Claro que Smart no fue ajeno a esas «preguntas»; él solía moverse en tales mazmorras como un verdugo más.

La repercusión internacional del asunto fue notable, particularmente por su trasfondo antisemita. Así lo entendió, por caso, la Liga Antidifamación de la B’nai B’rith al organizar una campaña pública por la libertad de Timerman con apoyo del senador Edward Kennedy, que hasta incluía una gira del propio Héctor -de 23 años, por entonces- para hablar de su padre en varias ciudades norteamericanas y canadienses. 

En Argentina, en cambio, el silencio de la dirigencia judía era absoluto. En parte porque el presidente de la DAIA, Nehmías Resnizky, tenía una deuda con los militares: ellos habían secuestrado a su hijo y después le permitieron viajar a Israel. ¿Y su sucesor, Mario Gorenstein? Ese hombre, ya sin presiones de tamaña magnitud, afirmó en 1980 que Timerman «no fue detenido por ser judío», y que el régimen castrense era «muy receptivo a denuncias por casos de antisemitismo». 

Cabe destacar que en la actual crucifixión de Héctor el rol de la DAIA es aún más vil, puesto que sus jefes no son esta vez cómplices pasivos sino los artífices de su desgracia, en tándem con la servidumbre judicial del macrismo. Fue dicha dirigencia la que lo denunció en base a una trampa tendida por el ex titular de la AMIA, Guillermo Borger, al grabar clandestinamente en 2013 una conversación telefónica con él; allí, en su condición de canciller, se lo escucha  decir sobre la táctica para indagar al lote de iraníes sospechados del atentado a  la mutual judía: «¿Y con quien querés que negocie? ¿Con Suiza?». Esa frase, fue su pecado. 

En este escenario resulta espeluznante una reciente columna de opinión de Agustín Zbar -quien ahora preside la AMIA- en la que califica de personas que «se jugaron todo por esta causa» a los ex fiscales Eamon Mullen y José Barbaccia, ambos acusados -en el juicio que investiga el encubrimiento de la voladura del edificio de la calle Pasteur- por haber construido pruebas falsas a fuerza de sobornos.

En este escenario no resulta menos espeluznante que los torturadores de Jacobo Timerman resurjan de sus cenizas: Etchecolatz -con cuatro condenas a perpetuidad- ya goza de su hogar en Mar del Plata, y Smart -con una condena de por vida- está a punto de volver al suyo con la jubilación de privilegio que le otorgó la Suprema Corte por voto unánime. Dios aprieta pero no ahorca.

Entre aquellas novedades transcurre el «procesamiento» del hombre que condujo la política exterior del gobierno kirchnerista.  

¿Acaso sus enemigos se inspiraron en la situación de Héctor Cámpora, refugiado tras el golpe de 1976 en la Embajada de México?

Amargado por su expulsión del PJ y convencido de que los usurpadores del poder no lo dejarían salir del país, el ex presidente enfermó de cáncer. La dictadura se encaprichaba en negarle el salvoconducto para viajar a la nación azteca hasta que su estado se complicó. Esa demora resultó clave para que su mal fuera incurable. El «Tío» murió en Cuernavaca a fines de 1980.

Pero Héctor Timerman continúa su doble batalla por la vida y el honor. «