La pandemia del Coronavirus reavivó la discusión sobre la forma en que los Estados deberían abordar una solución a los crecientes niveles de desigualdad que atraviesan a sus habitantes. Si hasta hace poco tiempo el debate se asentaba sobre las consecuencias de la acumulación de riqueza proveniente de la actividad financiera, el retroceso del trabajo formal asalariado, la precarización laboral, la desigualdad de género y el avance de la robotización avanzada y la inteligencia artificial, la emergencia sanitaria global obligó a acelerar la implementación de medidas de transferencia directa de ingresos a la población para atenuar los efectos de la crisis.

Desde el inicio de la pandemia, el gobierno argentino puso en marcha distintas medidas de contención de carácter transitorio hasta alcanzar un universo que, según una estimación del Centro de Economía Política Argentina (CEPA), cubre la casi totalidad de la Población Económicamente Activa (PEA). No son equiparables a una renta básica o ingreso universal, pero su alcance da cuenta de la fragilidad económica y social de una porción importante de la Argentina. El Ingreso Familiar de Emergencia con sus casi ocho millones de beneficiarios (trabajadores no registrados, monotributistas A y B, personal de casas particulares), el salario complementario para los trabajadores en relación de dependencia del sector privado, que se estima alcanzará a otros 3 millones, unos 4 millones que podrían ser cubiertos gracias a los créditos a tasa del 24% para micro, pequeñas y medianas empresas, un millón de trabajadores no formales que podría acceder a los créditos a tasa cero para monotributistas y autónomos con garantía del Estado Nacional , y los 3,5 millones de empleados del sector público, conforman una masa crítica de casi 20 millones de beneficiarios, sin contar las transferencias a trabajadores pasivos.

“Las políticas estatales son indiscutibles protagonistas como herramientas de combate a la crisis económica que trae aparejada la pandemia del COVID-19. Responden los Estados, no los mercados”, expresa un informe del CEPA del 10 de abril.

El artículo 25 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos expresa que “toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios; tiene asimismo derecho a los seguros en caso de desempleo, enfermedad, invalidez, viudez, vejez u otros casos de pérdida de sus medios de subsistencia por circunstancias independientes de su voluntad”. Este acuerdo internacional, que data de 1948, es el punto de partida del debate sobre la renta básica que atraviesa a un amplio abanico ideológico de economistas. Milton Friedman, uno de los principales exponentes de la escuela monetarista de los Chicago Boys, hablaba ya en los 60 del impuesto negativo sobre la renta, para que el Estado pague un subsidio o renta garantizada a quienes no tienen ingresos o los tienen por debajo de un nivel básico, al desocupado y también al ocioso voluntario. La Red de la Renta Básica la definió como un sistema de seguridad social en el que todos los ciudadanos o residentes de un país reciben regularmente una suma de dinero sin condiciones.

En la Argentina, el concepto de la renta básica fue promovido con fuerza durante el menemismo por un sector del movimiento obrero organizado, especialmente por la CTA, que impulsó un plebiscito bajo la sigla del Frente Nacional contra la Pobreza (Frenapo) que reunió más de 2 millones de votos para crear un ingreso universal. La iniciativa quedó diluida al acelerarse la crisis de 2001, pero retomó fuerza con el proceso de lucha sostenido por los movimientos de trabajadores desocupados que lograron la implementación del primer Plan Trabajar, al que a partir de 2009 se sumó la Asignación Universal por Hijo (AUH), poco después preservada como política de Estado por una ley del Congreso.

Un punto de vista común parece atravesar la discusión en la Argentina: la idea de que toda persona reciba una renta universal, incluso si no quiere trabajar de forma remunerada y sin importar si es rico o pobre, resulta incómoda. Para algunos, constituye un subsidio destinado a convertir a los ciudadanos en meros consumidores, para otros, una nueva transferencia de ingresos a los sectores concentrados y el sector financiero que, por las características desiguales de la estructura económica Argentina, terminan apropiándose de los beneficios sociales del Estado. Hay quienes se muestran más proclives a las transferencias de ingresos condicionadas y dirigidas a determinadas franjas de la sociedad, y quienes prefieren llamar a las cosas por su nombre: si no hay trabajo, hay seguro de desempleo.

«El salario universal se viene discutiendo en base al futuro del empleo: si la robotización y la aceleración en la innovación tecnológica puede llevar a la desaparición de puestos de trabajo. Eso no está saldado, pero sí se sabe que el desempleo y la precarización son problemas estructurales que no encuentran solución. Yo tiendo a ver al salario universal como una herramienta de nivelación de oportunidades: en el capitalismo no existe la igualdad de oportunidades y esta herramienta permite nivelar algo de las posibilidades de desarrollo personal en una sociedad que margina a quien no tiene ningún ingreso», sostiene el economista a investigador Martín Kalós, quien considera que, al obligar a expandir las redes de contención social, la pandemia puso a los países un paso más cerca hacia ese tipo de ingresos. «La gran pregunta –aclara- es con qué recursos hacerlo. Está claro que apunta a la necesidad que los mecanismos usuales de mercado no resuelven, sino que la agravan”.

Desde los movimientos sociales, no hay posturas comunes, pero el eje de la igualdad de oportunidades pasa por el empleo. “Es posible llegar en algún momento a un salario universal como plantea el Papa Francisco, incluso en Argentina, con un Estado que planifique el pleno empleo nuevamente y que incluya las tareas que hacen la economía popular: trabajos de cuidado, venta ambulante, cartoneros, recicladores urbanos, producción de la tierra teniendo en cuenta la agroecología. No estamos hablando de subsidio para quedarse en la casa. Estamos pensando un salario universal que dignifique el trabajo que nosotros ya estamos haciendo, pero que hoy no está dignificado”. Esteban “Gringo” Castro, secretario general de la Unión de Trabajadores de la Economía Popular  (UTEP), recuerda que el Salario Social Complementario logrado durante la gestión de Cambiemos fue un punto de partida, pero advierte que, al igual que el Salario Mínimo, Vital y Móvil quedó retrasado.

Desde el Polo Obrero, Eduardo “Chiquito” Bebiloni, prefiere hablar de un “seguro de desocupados o desempleados” que tenga una identificación con el trabajo: “Nosotros diferenciamos los ingresos universales en Argentina. Lo fijamos en 30 mil pesos por persona mayor de 18 años, de modo que le permita  a esa persona alimentarse,  aunque está por debajo de la canasta de pobreza y muy lejos de la canasta familiar que es de 66 mil pesos para una familia tipo, pero lo consideramos una forma de activar la economía regional y los comercios de cercanía, porque la gente lo destinaría a alimentos de primera necesidad”.

El ingeniero Enrique Martínez, del Instituto de Producción Popular, advierte que en el marco de la pandemia, el gobierno cuenta con una ventaja: “Se ha caído la barrera cultural que impide financiar proyectos con emisión monetaria. Hoy es imposible argumentar que la emisión genera inflación, pero es distinto si pensamos en programas de trabajo universal. El Estado se convierte en una opción de trabajo, como los que el gobierno quiere auspiciar ahora en la construcción, pero con mayor énfasis y con programas más focalizados,  y se asegura que el que no tiene trabajo desde hace mucho tiempo, lo obtendrá del Estado. En lugar de emitir para mantener el consumo emitamos para desarrollar actividades pendientes que sólo el Estado puede financiar”, advierte.

Para Martínez, la pandemia confirmó lo que ya se sabía: “Transcurrido un mes de la crisis, el sistema financiero no ha aportado nada, es un agente a sueldo del Estado, porque el Estado pone todo, y ellos cobran el beneficio”.

Desde el CEPA, Hernán Lechter no descarta el salario universal en un escenario de negativización de la distribución del ingreso. “En esta situación de pandemia esa política me parece bien interesante, pero hacia adelante somos más proclives a las transferencias condicionadas que te permiten mejorar el ingreso de determinada franja de la sociedad, en función de determinados parámetros, como por ejemplo, una mujer, madre soltera, que tiene mayor vulnerabilidad que otra persona, tal vez también sin trabajo, pero sin esa otra condición adicional”, explica.

Eduardo Levy Yeyati, decano de la Escuela de Gobierno de la Universidad Torcuato Di Tella y fundador de la consultora Elypsis, advierte que la emergencia desnudó grandes huecos en las redes de protección social: “En particular, en lo que refiere a trabajadores informales e independientes para los que se tuvo que improvisar una transferencia, el IFE, con errores de exclusión y de inclusión (perdonables en la crisis) y demoras de distribución. A esto agregaría que de esta crisis que recién comienza heredaremos un problema de empleo; un piso de ingresos ayudaría a compensar parcialmente sus consecuencias sociales”.

No obstante, aclara que la variante del ingreso universal depende de qué problema pretende resolver. “Si es el desempleo tecnológico, que aún no se verifica, tendría sentido una reducción de la jornada junto con un “salario complementario” – aunque habría importantes exclusiones: informales, independientes, trabajadores del hogar- . Si el problema es la pobreza y la indigencia, entonces el piso tiene más lógica. Lo que a mi juicio no tiene demasiado sentido es la simulación del trabajo asociada al empleo garantizado”.