El presidente Alberto Fernández y el ministro Martín Guzmán tuvieron un logro político palpable. El acuerdo con el FMI no incluye, por ahora, exigencias de reformas estructurales, como eran los paquetes de mediados de los ’80 y principios de los ’90 del siglo pasado. Ese es el punto central que puede señalarse como exitoso desde el análisis político.

Las críticas por izquierda, por dentro y fuera del Frente de Todos tienen puntos atendibles. Sin embargo, por momentos parecen omitir rasgos centrales de las experiencias  de la primera década de este siglo, que les dieron a los pueblos de América del Sur una de sus mejores etapas.

Se sabe que Néstor Kirchner gobernó casi todo su mandato en el marco de un acuerdo con el FMI y que tuvo superávit fiscal y comercial los cuatro años de su gestión. Esto no impidió que bajara el desempleo a la mitad de lo que había heredado, que redujera la pobreza en una proporción similar, que creara más de 1.500.000 de nuevas jubilaciones, abriendo el camino para la jubilación universal que luego impulsó Cristina, por mencionar algunos datos. 

En el caso de Lula Da Silva, cuando asumió, en 2002, firmó un acuerdo con el FMI por un superávit fiscal de un 4,5% del PBI. Era un punto y medio más de “ajuste” que lo que había negociado Néstor para la Argentina. El ala más  hacia la izquierda del PT comenzó a llamarlo De la Lula, comparándolo con Fernando De la Rúa. Este acuerdo de Brasil con el organismo no impidió que Lula sacara de la pobreza a decenas de millones de personas.

Lo mismo puede decirse de Evo Morales, la presidencia más exitosa de la historia boliviana. Evo gobernó con equilibrio o superávit fiscal durante diez de sus casi 14 años de gestión.

Alguien dirá que los precios de los productos exportables ayudaron mucho a esta situación. Es cierto, pero también había una convicción política. 

La historia regional –que a veces se mira poco– había dado lecciones sobre los efectos de determinadas posiciones. Durante el primer gobierno de Alan García en Perú, década del ’80 del siglo pasado, cuando todavía era un joven con ideas progresistas, se declaró una suerte de default con el FMI. Alan aplicó una política por la cual otorgaba solo el 10% de las exportaciones al pago de deuda externa. No había un acuerdo sino una decisión soberana de cuántos recursos se destinaban para ese fin. Desde la mirada del nacionalismo popular latinoamericano, era una postura para aplaudir. En la Argentina se cantaba: “Dame un presidente como Alan García”.

La realidad económica le asestó un golpe con la crisis de reservas y de balanza de pagos de fines de 1987. Se desbocó la inflación y su gestión terminó en un descalabro económico parecido al de Raúl Alfonsín.

La búsqueda de los gobiernos populares de principios de este siglo –combinar equilibrio macroeconómico con políticas de inclusión social– era parte de un aprendizaje histórico. No era un tema solo económico. Era político. Tener las cuentas equilibradas y reservas en el Banco Central era, entre otras cosas, contar con poder de fuego para defenderse de los ataques especulativos de los dueños del mundo. ¿Podrá el actual gobierno lograr esa alquimia? Nadie puede asegurarlo. Es la delgada línea roja a transitar.

Este brevísimo repaso por el pasado reciente sirve para poner sobre la mesa que no hay divorcio entre gobierno popular y equilibrio fiscal. Mirado desde la capacidad de respuesta del Estado a los ataques especulativos, es al revés. 

Casi 20 años después del turbulento final del primer gobierno de Alan García, Lula y Néstor se sacaron de encima al FMI de otra forma. Abonaron todo de un saque, la contracara de un default.    «