La destrucción del salario fue política de Estado durante la gestión de Mauricio Macri. Bajo pretexto de que las inversiones no lloverían porque la Argentina «era un país caro», la depreciación de las remuneraciones constituyó la matriz del modelo macrista, junto a la transferencia regresiva de ingresos y el saqueo financiero alimentado con deuda.

Durante el macrismo el salario promedio retrocedió 20 puntos. El derrumbe fue aun mayor medido en dólares. Cayó un 60%, anotando la caída más pronunciada de la región.

La fallida «lluvia de inversiones» derivó en cascada al vacío: el producto bruto acumuló un retroceso del 10% en cuatro años, en línea con el derrumbe del consumo, que explica el 70% del PBI. El incremento de la desocupación, la pobreza y el rebrote del hambre son consecuencia directa de la depredación salarial.

La reducción de los ingresos familiares forma parte de la deuda interna que heredó la gestión de Alberto Fernández. Pero los magros recursos económicos disponibles –empeñados por el descomunal e impagable endeudamiento– apenas le permitieron hilar una sucesión de medidas de alivio: la distribución de tarjetas alimentarias, bonos para las jubilaciones más postergadas y aumentos de suma fija con relativo impacto en las escalas más bajas de los asalariados bajo convenio. Es lo que se puede pagar con los recursos disponibles, sin apelar a una expansión monetaria –la dichosa «maquinita»–, que el gobierno decidió desenchufar para evitar una espiral inflacionaria. En palabras de Fernández: «Debemos ser cuidadosos con el equilibrio fiscal».

El equilibrio transcurre sobre una cuerda floja. Según las últimas proyecciones, la inflación de enero se ubicaría por encima del 3%. El número dispara alarmas en varios frentes. Por un lado, presagia una rápida pulverización de las medidas de alivio. Por otro, indica que los congelamientos de precios y tarifas aplicadas hasta el momento son insuficientes para frenar la inercia inflacionaria en alimentos y otros bienes esenciales.

Así las cosas, la economía se metió en un embudo con desembocadura en marzo. Para entonces, según el cronograma del ministro Martín Guzmán, el gobierno debería resolver la crisis de deuda y obtener oxígeno para reactivar un país que sobrevive a pulmotor. Todo en modo «amistoso» y «razonable», según el vocabulario presidencial. En sigilo, sin embargo, se alista un Plan B.

Las leyes de emergencia dotaron al gobierno para reanimar el consumo con un shock distributivo. Le permite, por caso, aumentar un 3% adicional de retenciones al agro, que todavía no aplicó. Es de esperar una réplica salvaje del poder real. «La Sociedad Rural está dispuesta a ser el brazo violento del PRO», advierte en esta edición el diputado lavagnista Alejandro «Topo» Rodríguez. Escenas de un futuro distópico que el gobierno equilibrista de Fernández no ambiciona, pero que, como viene la historia, quizá deba contemplar.