Un martes de hace 200 años, amanecía un soleado 9 de julio que tendría destino legendario, no solo de almanaque. En 1816 un puñado de 29 congresales reunidos en el Congreso General Constituyente de Tucumán, luego de meses de conciliábulos y discusiones, a las 2 de la tarde se dieron cita con la historia y declararon la Independencia de las Provincias Unidas de la América del Sur. Independencia de la corona española que seguidamente, según dan cuentan actas secretas, se hizo extensiva a toda dominación extranjera.

Ese grito de libertad emancipatoria fue dado en un contexto más abarcativo y geográfico distinto de lo que hoy son las fronteras de la Nación Argentina, denominación adoptada recién en 1826. Ello explica que junto con los representantes de las Provincias andinas participaron representantes de Charcas, Tupiza, Mizque (Cochabamba) y Chuquisaca, pertenecientes a la hermana República de Bolivia, hoy redefinida Estado Plurinacional. Y también fue un reflejo de que los proyectos de autonomía, pese a sus matices, eran concebidos en la clave regional de la Patria Grande de la América del Sur, tal como da cuenta nuestro propio Himno Nacional en su versión original, cuarta estrofa, antes de su poda: “No los veis sobre México y Quito / arrojarse con saña tenaz / y cual lloran bañados en sangre / Potosí, Cochabamba y La Paz?…”

Fue, sin dudas, un acto de coraje frente a un contexto político-militar donde los enemigos victoriosos derrotaron a Bolívar; recuperaban Chile para la corona real; la heroica e inteligente resistencia de Güemes y las montoneras contenía a puro valor el avance realista en el norte; la monarquía se recomponía y el ataque luso-portugués amenazaba la frontera oriental. Un impaciente San Martín gobernador de Cuyo, desde donde preparaba la cruzada andina, aguijoneó una y otra vez con misivas memorables que derrotaron toda renuencia, temor y operaciones políticas de los promotores del “ochenta por ciento negocios y veinte por ciento soberanía”, que existían entonces tanto como hoy.

Luego de tan trascendental y esperada decisión hubo festejos, donde el minué y la zamba fueron bailados en el salón congregacional de la famosa Casa de Tucumán, cuyas paredes habían sido pintadas de blanco y sus aberturas de azul en conmemoración de los colores patrios, aunque era propiedad de un comerciante español. 

Sabemos que Belgrano se lució en el baile casi tanto como al exponer en las sesiones. Que se eligió reina de aquella tertulia, y que no fue una morocha como la mayoría de las señoritas y mujeres norteñas, sino que la ungida “Rubia de la Patria” casualmente era la hija del gobernador Aráoz, quien dispuso ampliar el regocijo patrio convocando a un festejo popular el 25 del mismo julio, donde Belgrano se volvió a lucir con un discurso público, a la postre desoído, donde además de las exaltaciones de rigor propuso su idea de un gran estado del Sur, regido por un descendiente de la dinastía de los Incas, como un acto de reparación frente al injusticia conquistadora.

Para divulgar e irradiar la buena nueva se enviaron a todas las Provincias copias del acta independentista, la que fue traducida al quechua y al aymara. El Congreso, que terminó radicado en Buenos Aires, siguió sesionando hasta 1820 y la historia se siguió escribiendo y reescribiendo, incluso hasta el día de hoy.

Esta es la historia oficial, que admite disensos sobre ciertos aspectos, como las pujas entre monárquicos y republicanos; sobre si Tucumán fue elegida como sede para distanciarse del centralismo porteño o fue una hábil decisión de Buenos Aires para congraciarse con los pueblos del interior que la resistían. Aspectos no menores pero que omiten el dato central y principal, explicitado en la ausencia de representantes de la mayoría del territorio que componían las Provincias Unidas del Sur: un año antes, exactamente el 29 de junio de 1815, en Arroyo de la China, Entre Ríos, se realizó el Congreso de los Pueblos Libres y, bajo el influjo poderoso de la prédica de Artigas, se declaró por primera vez la Independencia de la Patria.

El movimiento revolucionario e independentista que sacudió desde las simientes la América conquistada fue un proceso político, social y económico complejo y multicausal que guarda poca relación con la historia oficial legada por el mitrismo-rivadaviano, billikenizada, simplificada y sobre todo sesgada. No hubo ni paraguas frente al Cabildo ni discusiones señoriales en los salones tucumanos; no fue cosa de patricios blancos y acomodados; tampoco fueron unos pocos días de semana o meses registrados en el calendario oficial, sino resultado de innumerables luchas precedentes; con alzamientos y resistencias de todo tipo, en su mayoría protagonizados por los pueblos originarios, frente al sojuzgamiento imperial de la corona española. 

Nuestras cabecitas infantiles no podían comprender que las razones dadas en aulas escolares para pretender disimular la ausencia de representantes de nuestras Provincias eran falacias. Sabíamos que no podíamos haberle fallado a la Patria. Que si las carretas no llegaron seguro fue porque se rompieron o los caballos se cansaron de tan largo camino y no consiguieron alfalfa para darles de comer. Y, mientras con guardapolvos blancos celebrábamos cada 9 de Julio, con el chocolate escolar acompañado del alfajor de maicena, discutíamos si las ruedas de las carretas se rompían o se pinchaban y buscábamos argumentos que funden la ausencia sin retacear la certeza con el compromiso patrio.

Tampoco podíamos imaginar que ya durante la Asamblea del Año XIII, se impidió la participación litoraleña por la clase alta porteña encarnada en Carlos María de Alvear, entre otros, temerosa de que la cada vez más popular figura de Artigas, con toda la impronta de cambio social que importaba, terminara confluyendo con la de San Martín en sus bríos independentistas, que no eran compartidos por quienes tenían intereses más próximos a los de Gran Bretaña que a los de la Patria.

Poco a poco fuimos descubriendo nuestra propia historia y reencontrando nuestra identidad, negada y vapuleada durante tantos años. Con orgullo asumimos que desde Corrientes y Entre Ríos –junto con Santa Fe, lo que hoy es Misiones y la Banda Oriental (Uruguay)– no participamos del trascendente Congreso de Tucumán, donde el resto de las Provincias andinas y pueblos hermanos completaron la declaración independentista, porque nosotros ya nos habíamos anticipado a gritarla un año antes. La ausencia también fue un gesto de denuncia ante la connivencia de la élite porteña con las fuerzas portuguesas que buscaban invadir la banda oriental.

La ausencia de documentos que den cuenta de aquel señero y liminar Congreso de los Pueblos Libres no fue producto de descuidos o deterioros físicos casuales; fue parte de una decisión orquestada para borrar todo vestigio que diera cuenta de su realización y de las proclamas federalistas, libertarias e igualitarias que allí se hicieron. Y Mitre fue el gran consumador de ese fraude histórico, tal como lo confiesa abiertamente por misiva a Vicente Fidel López: “Los dos, usted y yo, hemos tenido la misma predilección por las grandes figuras y las mismas repulsiones contra los bárbaros desorganizadores como Artigas, a quienes hemos enterrado históricamente”.

Como el genocida Mitre aún tiene quien le escriba, desde la página oficial del gobierno nacional, la pluma escabrosa de José Escribano, con fuente en el diario La Nación, vuelve a la carga con la falta de pruebas documentales y despotrica contra la decisión legislativa que buscaba consagrar el 29 de junio para la conmemoración de la Primera Independencia de la Patria y vuelve a renegar de Artigas y los aportes que los pueblos del interior hicimos a la causa de la Nación, que fueron muy prolíficos y significativos tanto para la configuración de un federalismo con perfiles propios, como por el aporte del voto igualitario donde gauchos, negros, zambos, aborígenes votan junto con los sectores acomodados y pudientes, cuando en el mundo solo existía el voto calificado. Las medidas de progreso social, de redistribución de la tierra y el ganado explican el furibundo rechazo de terratenientes y acaudalados que nunca estuvieron ni van a estar de acuerdo con distribuir ingresos y renta.

Los festejos del Bicentenario no incorporan los ricos y valiosos aportes del artiguismo, pero tendrán como invitado central a la cabeza de la realeza española, envuelta en escándalos monumentales, al punto de establecerse en España multas para los que osen a criticar a la familia real. Habrá que avisar a Juan Carlos que, aunque por estas tierras no hay elefantes, sí es delito la caza ilegal de especies autóctonas.

Artigas y San Martín terminaron pobres y exiliados, pero su legado está presente y fueron heredados por un pueblo que el próximo 9 de Julio nuevamente celebrará con orgullo la suscripción del Acta de la Independencia sin que ninguna valla pueda evitar que se derrame el fervor patriótico de los argentinos.