¿Qué hacemos con los ’90? La izquierda social nos cuenta que los resistió. La derecha que Menem les arruinó la fiesta por chorro y grasa. La clase política en general, gracias al kirchnerismo, se los sacó de encima. Y Pino Solanas nos los envolvió con noche y niebla en su relato fantasmal y ferroviario. Como dijo Alejandro Sehtman: «¿quién construirá el museo de la convertibilidad?». Hace unos años la novela de Sebastián Ortega Viudas e Hijas del Rock and roll quiso emular el éxito que tuvo con Graduados pero esta vez con la nostalgia por los años ’90 y su rock barrial. Y no funcionó. Es que la elaboración colectiva y emotiva de esos años es un hormiguero pateado, pese a los discursos tan fuertes que los condenan.

Viví esos años, como la mayoría. En el año ’97 invité una chica a tomar cerveza a La Giralda. Empezaba a pisar Corrientes. La chica había publicado un libro de poemas. Me lo iba a pasar. Íbamos a hablar de poesía y de todo lo demás también. Me senté, vino el mozo, pedí cerveza. Hasta el segundo trago yo no me destrabo. Tenía 19 años pero era un monaguillo. La puta que los parió, qué puntería: levanté la vista y a dos mesas, orondo, de cara a la puerta, con un pañuelo al cuello como si fuera un chacarero, pero con bigotes ordinarios de peón… el Turco Julián. Un inmenso hijo de puta que se paseaba por el programa de Mauro Viale, adonde cobraba su buena guita dispuesto a contar cualquier cosa de lo que había hecho como si estuviera en el vestuario. Matarife de la lumpen-represión. Las razones por las que sentí un sobresalto y una voz interior de «¡algo hay que hacer!» las ahorro, pero empecé a transpirar, le pregunté a la chica si sabía quién era, señalando de querusa, la chica dijo no, yo me concentré en las posibilidades de seguir con esa «cita» igual. No. No pude. Le pedí permiso. Llamé al mozo. Le pregunté si sabía quién era ese señor. Me dijo que no. «Pero viene siempre.» Seguí mirando al Turco. Entró un vendedor de Quiniela, cuando pasó al lado de él se saludaron, el vendedor le puso la mano en el hombro y el Turco se la apoyó encima, en señal de afecto. Le pregunté a ella si nos podíamos ir. Me dijo que sí. Me levanté y ahí lo encaré. «Yo te conozco, loco.» El Turco se sonrió. Se lo notaba tenso, pero no agresivo, sorprendido tal vez. «¿De dónde me conocés?» De la tele. Le dije: «Vos sos un torturador hijo de puta». «Pará, pará, parᅻ me dijo y levantó la mano. Mi impresión es que no quería tener problemas. En medio de eso llega un amigo suyo: un gordo de traje, engominado, con el pelo largo hasta el cuello de la camisa, una pinta de servicio de acá a la China, o mano de obra subocupada. Se sentó pero ni-se-dio-vuelta el tipo. Yo elevé la voz. Miré al mostrador y dije: «¿Cómo pueden dejar que este tipo esté acá?».

Estábamos en avenida Corrientes, segundo gobierno de Menem, Buenos Aires ya era La Marcha del Orgullo Progre. Absolutamente nadie se mosqueó. Grité una puteada más. Y el Turco, impaciente, y viendo que la cosa se podía alargar más de la cuenta, me miró y me tiró la mejor puteada nacional: «Callate, esperma de terrorista». En un punto me descolocó la elaboración. «¿Qué dijiste?», le dije. Y se paró. Y cuando se paró agarré una silla de madera y se la tiré encima, del cagazo, porque pensé que me iba a embocar. El Turco se fue para atrás, se resbaló y lo atajó el mozo. Pero nada más. Me agarró el de la florería que está en la puerta de La Giralda, abrazándome de atrás, me dijo: «Tranquilo, dejalo, ya fue». Y sí. Ya fue.
Al otro año los chicos de HIJOS lo cruzaron al Turco jetoneando en un bar en Congreso durante una marcha y le rompieron la boca. Merecidas piñas. Lo sacó la Policía en un scrum. Conté esta anécdota a las personas precisas. Santiago Llach relató amistosamente esto dos años después en la presentación de un libro de poemas que, se ve, de algún modo yo había empezado a escribir esa tarde en que me crucé al Turco. En otro texto revelé que también dos años después le di en la mano una pizza a Massera, pero esa vez, en el pasillo oscuro del piso 12 del edificio de Libertador y Ortiz de Ocampo, arrugué. Buenas noches, mucho gusto, almirante cero.

Nunca creí en nada que se parezca al heroísmo individual. Me gusta más como imagen la mancomunión de hombres y  mujeres grises que construyen el futuro mejor. Anonimato, colectividad y paciencia.

Hace pocos días conocí a uno de los hijos de represores que se pusieron bajo la bandera de «Historias desobedientes», hijos que rompieron el pacto de silencio por dentro. Fisura en la familia militar, la rebelión que va por dentro. Nos juntamos a comer, a charlar. Se nos fue la tarde entre bueyes militantes perdidos. «Yo a mi viejo lo quiero», me dijo cuando se sentó. Y también me dijo: «Le pido que hable, y que está bien que pague con la cárcel por lo que hizo». Me dijo: «No puedo leer la causa, no puedo llegar a los detalles». Hay cosas de la Historia que no se pueden sostener sobre los hombros, quedamos chicos frente a una inmensa piedra que cargar, y nos quedan retazos, cosas sueltas, propias, cuitas. Se hace lo que se puede, y lo que se puede es mucho. Ese fue mi único consejo a la valentía: «Esto que hacen ya es mucho.» Me enseñó su dolor, su nudo, su tarea, nos despedimos y sentí esa pena que no tiene forma e irrumpe como en el poema de Arnaldo Calveyra: «¿Y sabes?, no supe que estaba triste hasta que me pidieron que cantara». «