¿Acaso el sonado ascenso del gendarme Emmanuel Echazú al grado de alférez fue una bravuconada mediática o un pronunciamiento bélico?

La foto en donde se lo ve volver de la orilla del río Chubut con el rostro ensangrentado y una escopeta en la mano derecha –a las 11:40 del ya remoto 1 de agosto de 2017– supo ser un indicio lapidario en su contra. Porque en aquel preciso instante, Santiago Maldonado moría en sus heladas aguas.

Ahora, ya con su flamante jineta en la manga del uniforme, tal imagen es para ese sujeto el borroso registro de una pesadilla superada.

El epílogo forense de aquel asunto –»ahogamiento por sumersión»– le había permitido al gobierno instalar la certeza de una «muerte accidental», como si eso pudiese ocurrir en medio de una cacería humana emprendida por una milicia feroz.

Pero la guerra civilizatoria continúa.

Cosa juzgada

El eslabón inicial de esta renovada puja entre el progreso y la barbarie se sitúa en agosto de 2016. Fue cuando el Ministerio de Seguridad produjo en el mayor de los sigilos un informe de gestión con el siguiente planteo: los reclamos de los pueblos originarios no constituyen un derecho garantizado por la Constitución sino un delito federal porque «se proponen imponer sus ideas por la fuerza, con actos que incluyen la usurpación de tierras, incendios, daños y amenazas». Según el documento, se trata de una dinámica cuasisubversiva, puesto que «afecta servicios estratégicos de los recursos del Estado, especialmente en las zonas petroleras y gasíferas».

Ahora se sabe que ese paper fue acuñado por otro personaje clave de esta historia: el doctor Pablo Noceti, un hombre casi devorado por su propia prosa.

«¡Si quieren mi celular, no se los voy a dar nunca, nunca, nunca!», se le oyó gritar en la sede ministerial de la calle Gelly y Obes a fines de septiembre, antes de añadir: «¡Lo voy a romper en mil pedazos!».

Recientemente la lista de sus llamadas fue incorporada al expediente. Y el celular en cuestión sigue intacto. Claro que sus comunicaciones telefónicas y por WhatsApp con los cabecillas de Gendarmería, Eugenio Méndez y Juan Pablo Escola , antes, durante y después del ataque a la Pu Lof de Cushamen, aún no fueron analizados por el juez, un hábil equilibrista de la realidad.

Una prueba de aquello son las cuatro palabras que pronunció durante la medianoche del 20 de octubre, a horas de las elecciones legislativas y después de presenciar la autopsia preliminar: «No hay lesiones visibles». Fue la frase por la cual la alianza Cambiemos le estará eternamente agradecida.

En contrapartida, no dudó en mantener la investigación bajo la carátula de «desaparición forzada», pese al pedido efectuado por la fiscal Silvina Ávila de cambiarla por «muerte dudosa». Así es él: un bonapartista de pura cepa.

No hay duda de que el anterior instructor de este crimen, Guido Otranto, fue el garante de su impunidad, aunque con una exageración más que obscena. Eso selló su destino. Y fue desplazado por un simple tecnicismo: «temor de imparcialidad». Así llegó la hora del juez Lleral, quien aligeró esa penumbra. Al respecto, en su edición del 3 de diciembre, Tiempo consignó: «¿Había que cambiar algo para que nada cambie? Así, al parecer, lo había interpretado el presidente de la Cámara de Apelaciones de Comodoro Rivadavia, Javier Leal de Ibarra. Aquel hombre –nada menos que el vicario patagónico de Ricardo Lorenzetti– fue el bastonero de dicho enroque. Ahora la pesquisa bailotea en un limbo procesal».

Fue significativo que apenas dos días después de aquella publicación el doctor Leal de Ibarra soltara en una entrevista periodística que la causa por la muerte de Maldonado «está llegando a su fin». Esa frase hizo que la abogada Verónica Heredia, representante de la familia Maldonado, cursara un pedido de recusación contra el camarista, quien había cometido el mismo pecado que Otranto. Desde entonces se llamó a silencio.

En ese lapso, Lleral le tomó declaración a Lucas Pilquimán –el «Testigo C»– sin la presencia de la querella, lo cual mereció un pedido de nulidad del trámite. También rechazó una solicitud de Sergio Maldonado, el hermano de la víctima, para que se haga una investigación con expertos independientes.

Ahora, ya vencidos sus tres meses de subrogancia en el juzgado federal de Esquel, Lleral deberá regresar a Rawson para alternar esta pesquisa con los expedientes amontonados en su propio juzgado. Su último paso fue citar a tres buzos que estuvieron el 12 de diciembre en el sitio donde estaba el cuerpo de la víctima. Pero recién los recibirá el 6 de febrero, ya que en estos momentos disfruta de la feria judicial. El apuro no es su religión.

Alianza para el progreso

Cuando se conoció el resultado final de la autopsia, el Poder Ejecutivo dio por extinguida –de manera unilateral– la crisis política generada por el crimen del joven artesano. Fue una especulación que no pudo evitar la espantosa coincidencia temporal entre el entierro de Maldonado en la localidad bonaerense de 25 de Mayo y el asesinato del joven mapuche Rafael Nahuel, esta vez en manos de una horda del Grupo Albatros, al ser desalojada cerca de Bariloche la comunidad Lafken Winkul Mapu.

Desde luego que dicho contratiempo no llegaría a empañar la «cruzada» oficial contra la amenaza indigenista. Para optimizarla, ahora hasta se puso en marcha un «comando unificado» entre las fuerzas federales de seguridad y las policías de Neuquén, Río Negro y Chubut, en base a una alianza acordada por la ministra Patricia Bullrich con sus pares en aquellas tres provincias, Jorge Lara, Gastón Pérez Estevan y Pablo Durán.

La lucha que comparten incluso tiene su corpus teórico: un protocolo de 180 páginas concebido por especialistas del Ministerio de Seguridad que, con datos entre antojadizos y delirantes, describe a la fantasmagórica Resistencia Ancestral Mapuche (RAM) como el eje del mal.

En ese contexto se convirtió en alférez el gendarme Echazú. «