La reforma laboral es una de las exigencias históricas del Fondo Monetario Internacional en el marco de las negociaciones por reestructuración de deudas. Junto con las reformas jubilatoria e impositiva forman parte del tridente ofensivo que el organismo pone sobre la mesa para imponer planes de ajuste. 

En el caso argentino, el Gobierno asegura que no está dispuesto a aceptar una reforma planteada en esos términos (la reforma jubilatoria la llevó adelante en los primeros días de su gestión).

Desde lejos no se ve, pero desde hace un tiempo asistimos distintas prácticas que dan como resultado una flexibilización laboral de hecho. Modalidades que cobraron nuevo impulso con la excusa de la pandemia. Es decir, sin la estridencia de los grandes títulos ni nuevas leyes o mega acuerdos, tienen lugar reformas laborales que flexibilizan y precarizan el trabajo por rama, establecimiento o empresa.

El ejemplo más reciente se produjo con la reglamentación de la ley conocida como de “Teletrabajo” (27.555) a través del decreto 27/2021 del Poder Ejecutivo.

Como explica un informe preliminar del Observatorio del Derecho Social de la CTA-Autónoma “si bien la ley ya era bastante laxa en cuanto a las posibilidades que brindaba para que los empleadores utilizaran esta modalidad, la reglamentación avanza un paso más y pone en riesgo el ejercicio en la práctica de algunos de los derechos que ella había reconocido”. Limita el derecho a la desconexión, a la reversibilidad (volver al trabajo presencial si el trabajador o trabajadora así lo decidiese) y a la misma vigencia de la ley si las labores se realizaran en forma “ocasional” o “esporádica”.

Hubo un consenso inmediato entre los abogados y las abogadas laboralistas: la reglamentación recogió gran parte de las demandas del fuerte lobby empresario que existió. El “teletrabajo” es una modalidad que continuará en muchas áreas y empresas después de la pandemia y los empresarios son conscientes de que esta crisis les brinda la oportunidad de limitar derechos. La reglamentación les dio una mano.

La industria petrolera fue otra experiencia de avanzada para imponer modalidades de flexibilización laboral amparadas en la crisis y la pandemia. En 2017, el Gobierno de Mauricio Macri (de la mano de su ministro de Energía, el inolvidable Juan José Aranguren) había firmado una “adenda” para cercenar derechos laborales en las empresas que operaban en el yacimiento no convencional de Vaca Muerta. En octubre del año pasado, este acuerdo no sólo fue ratificado por la actual administración, sino que fue ampliado a las demás empresas petroleras de yacimientos convencionales que operan en la región patagónica. Esto implica una reducción de dotaciones, trabajo nocturno, que se pueda convocar a los trabajadores a realizar tareas en otros lugares que no son los habituales y se avala la subcontratación de pymes que pueden desempeñarse por fuera del convenio. Pasan los gobiernos y el secretario general del Sindicato de Petróleo y Gas Privado de Río Negro, Neuquén y La Pampa, Guillermo Pereyra, rubrica estos acuerdos pro-empresa sin discriminar a nadie a ambos lados de la grieta.

Es curioso porque algunos medios (hoy oficialistas) que hace tres años denunciaban el acuerdo impulsado por el macrismo como “un avance en el camino de la flexibilización”, ahora guardaron silencio o lo presentaron como un paso para la “sustentabilidad” de la producción gasífera y petrolera.

Un tercer ejemplo novedoso de “flexibilización creativa” se produce en la industria de la alimentación. Entre septiembre y octubre del año pasado, la alimenticia Mondelez firmó un acuerdo con varias empresas de comida rápida (McDonald’s, Burger King, Gate Gourmet) para que le cedan “trabajadores a préstamo” para la producción que no podían sacar por la limitación que implicaba tener trabajadores licenciados por la pandemia. Esa fue la versión de la empresa porque, en realidad, desde antes necesitaban nuevos operarios por despidos encubiertos o retiros “voluntarios”. Según cuentan empleados de larga experiencia en la fábrica, los trabajadores “prestados” (la mayoría de ellos muy jóvenes) tienen ritmos altísimos de trabajo, son discriminados salarialmente y no se le reconocen categorías o derechos conquistados por el resto: por ejemplo, los descansos. A fin de año, cobraron un bono que era menos de la mitad de la media.

 De esta manera, la precarización esclavista que sufren los empleados de las empresas de comida rápida se traslada por simple “solidaridad de clase” a la industria de la alimentación, con la venia del Estado y la complicidad silenciosa del sindicato.

Como en tantos otros terrenos, también en este hay una distancia considerable entre el discurso general “anti-reforma” del Gobierno y la realidad en la que paso a paso tiene lugar la peor de las reformas laborales: la que se aplica por la vía de los hechos.